Óscar Domínguez es el artista canario por excelencia. Uno de los grandes maestros del surrealismo. A veces olvidado, a veces recordado
Una de las imágenes que acuñan el surrealismo como secuencia fundacional la firma el conde de Lautréamont cuando junta una mesa de disección, una máquina de coser y un paraguas. Habla y recita la belleza de este encuentro fortuito y, a partir de ahí, para el surrealismo todo fueron encuentros fortuitos. Incluso la unión y amistad de los miembros del grupo en torno a la conflictiva figura de Breton fue tan fortuita como cualquier otra amistad que dura lo que el capricho, el ego y otras tonterías varias del género humano. El padrecito Breton y Óscar Domínguez –un señor venido de Canarias a la capital de las vanguardias, París– tuvieron un encuentro más que fortuito dentro del surrealismo– de lo más durarero, teniendo en cuenta lo que le duraban las amistades al ciclotímico y egocéntrico (provinciano venido a más) Breton, y que Domínguez se corta la venas a los 51 años. Si no se hubiera quitado de en medio entre delirios alcohólicos y agobiado por una enfermedad degenerativa (acromegalia), quién sabe en qué habría acabado aquello. Tal vez, como el rosario de la aurora. Siguiendo la alquimia bretoniana, cual Saturno devorando a sus hijos
Esta fidelidad se traduce en que Breton visita las islas en el año 1935 invitado por Eduardo Westerdahl con motivo de la exposición surrealista que organiza la revista «Gaceta del Arte» por él dirigida. Tenerife se se convierte en capital del surrealismo y de la vanguardia. Por unos instantes, sustituye a París y a sus acólitos de vida noctívaga. He aquí otro encuentro fortuito, surrealista, entre el fin del mundo hecho isla y la ciudad de las luces y las sombras de las vanguardias. «Le château étoilé» es el título del relato en el que Breton se siente más canario que nadie. Y Óscar Domínguez, en París –más parisino que nadie entre borracheras e invenciones artísticas varias, como sus decalcomanías–, pinta otro de los encuentros fortuitos por antonomasia, de lo surreal y onírico: «La máquina de coser electrosexual» (1934), que pertenece a la colección del Museo Reina Sofía.
Cuerpo y alma surrealista
Con solo lo evocado, debería quedar clara la importancia de Óscar Domínguez en la Historia del Arte del siglo XX, pero –¡-vaya novedad!– acabó siendo un gran olvidado, hasta que en el año 1996 le dedica una gran exposición retrospectiva el museo antes citado. Después de la misma, otro largo paréntesis de amnesia hasta que en 2006 se celebra su centenario y se vuelve a poner sobre el tapete su dominio del cuerpo y alma surrealista desde que sale de su isla como hijo de papá díscolo, llega a París como enviado especial de los negocios familiares y acaba en brazos de la mala vida y de las malas artes de la vanguardia.
Óscar Domínguez descansa ya en paz en las salas que le reserva el TEA de Tenerife y en algunas muestras, como la que ahora allí se celebra, que recoge la intensa relación que el pintor tuvo con la extinta Checoslovaquia. Doscientas veinticuatro obras (pinturas, grabados y dibujos) procedentes de colecciones checas y eslovacas. ¿-Y cómo se origina este otro fortuito encuentro entre un artista canario –y surrealista para mayores señas– con un lejano país de la Europa del Este? ¿-Cómo acabó allí este monto tan considerable de obras suyas? En el año 1946, se celebró en la sala Mánes de Praga una exposición colectiva bajo el título «El arte de la España republicana». Artistas españoles de la Escuela de París (Joaquín Peinado, Pedro Flores, Clavé, Viola, Baltasar Lobo, Honorio García Condoy, Apel.les Fenosa y el propio Domínguez). El éxito fue inmenso y, entre todos ellos, destacó el artista canario de contundente presencia física y artística, cuya influencia se hizo notar desde el primer momento en otros creadores checos, como el poeta Vítezslav Nezval. Después vendrían más exposiciones, y aquello que dijo de él el ya citado Eduardo Westerdalh: «No era un fabricante de cuadros arbitrarios. Era un arbitrario total».