Culturas

‘Los locos años veinte’, dos fructíferas décadas que pusieron patas arriba el arte

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Una convulsión artística sacudió Europa hace ahora un siglo. Fueron poco más de veinte años en los que confluyeron una crisis social que carcomía a las principales capitales europeas con un irrefrenable ansia libertino. El Museo Guggenheim de Bilbao revisita aquella pulsión creativa.

Hay etapas que parecen acelerar la Historia. Como si un montón de fuerzas, largo tiempo custodiadas, se desataran sin orden ni concierto. Algo así sucedió en esas dos décadas que van de 1918 a 1939, periodo especialmente fructífero para el arte, capaz de sublimar los grandes traumas del momento (que no eran pocos).

Confluyeron, en cuestión de pocos años, una crisis social que carcomía a las principales capitales europeas, con un irrefrenable ansia libertino tras un periodo infausto y belicoso como pocos. Tras la catastrófica Primera Guerra Mundial −a la que siguió una pandemia con la que la actual crisis del coronavirus posee un notable paralelismo− se despertaron las ansias de vivir de la gente.

El libre albedrío pasó a formar parte de los anhelos de una buena parte de la población, lo que implicaba una confrontación con el orden dominante. Y qué mejor que el arte para dar rienda suelta a todo ese acumulado de vida que pedía paso de forma urgente. Buena muestra de aquella producción artística se podrá ver hasta el 19 de septiembre en el Guggenheim de Bilbao bajo el epígrafe Los locos años veinte.

La exposición recoge unos 300 objetos representativos de las disciplinas artísticas más relevantes de aquellos díscolos años- desde la pintura, la escultura o el dibujo, hasta la fotografía, el cine, el collage, la arquitectura o el diseño de mobiliario. Un muestrario heterogéneo que recoge una prolífica pulsión creativa cuyos ecos todavía hoy reverberan.

Obras de Christian Schad o Grethe Jürgen, muchos trabajos audiovisuales, fotografías, moda, muebles… Un paseo por una etapa que marcó los designios del arte y la técnica en el que no podían faltar obras de Le Corbusier, Fernand Léger, Constantin Brancusi o Max Ernst, diseños de muebles del arquitecto y diseñador Ludwig Mies van der Rohe o vestidos de noche del modisto francés Lucien Lelong.

«Como un cataclismo global, la Primera Guerra Mundial pone sobre la mesa muchas cuestiones que se venían barruntando desde inicios de siglo y acaba por consolidar todo lo que se sospechaba acerca del ser humano, de la sociedad y de la caducidad de los valores burgueses», explica a Público Ana Rodríguez Granell, profesora de Artes y Humanidades de la Universidad Oberta de Catalunya (UOC).

De París a Viena, pasando por Zúrich o Berlín, los ecos de un tiempo nuevo parecían abrirse paso entre los rescoldos de la primera gran contienda. Una angustiada, e incluso desesperada, celebración de la vida sacudió las noches de las principales plazas europeas. La muchedumbre, todavía traumatizada por la guerra, se encomendaba al futuro como si no hubiera un mañana (valga la paradoja).

«Se producen una serie de logros e innovaciones a principios de siglo en el ámbito intelectual, como la Teoría general de la relatividad de Einstein o La interpretación de los sueños de Sigmund Freud, que se van filtrando poco a poco en la sociedad y que, a la postre, repercute en los movimientos artísticos que se desarrollaron poco después», apunta la académica. Buena muestra de ello es el surrealismo, tan ligado en fondo y forma a esa nueva dimensión de la psique que abría el psicoanálisis.

La experimentación gana enteros. La búsqueda de un nuevo lenguaje se convierte en compromiso creativo con un tiempo hecho de fracturas. «Se buscan formas alternativas de contar y de pensar el arte, tiene que llegar a capas de la sociedad que hasta el momento se mantenían ajenas, emerge la masa como nuevo sujeto político y la producción industrial ha de pensar cómo diseñar objetos producidos en serie».

Surge así la Bauhaus. Una marca imborrable en la estética moderna, precisamente por hallarse en la intersección entre oficio y arte, entre utilidad y belleza. Una convulsión creativa que tuvo a bien imaginar el futuro en forma de teteras hemisféricas, cunas cilíndricas, vestuarios para ballets triádicos y, sí, ya de paso también edificios. Un despiporre ortogonal con el funcionalismo como dogma que diseminó –una vez materializada la amenaza del nacionalsocialismo– sus tesis por medio mundo.

«Es una época apasionante y compleja, confluyen muchas ideas que tratan de predecir hacia dónde vamos y al mismo tiempo existe una gran incertidumbre», explica la profesora. Un tiempo que ya no es pero que muchos creen ver redivivo un siglo después, algo que la académica prefiere matizar: «Puede que haya algunas concomitancias, pero es difícil establecer paralelismos, en todo caso sí que veo parecidos razonables en el creciente protagonismo de la tecnología y en su relación con la política y los extremismos».

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