Una reciente grabación del violonchelista Raphael Wallfisch recupera el legado de la británica Rebecca Clarke, compositora en una época en la que esa disciplina artística estaba considerada un asunto de hombres
La vida y la obra de Rebecca Clarke (1886-1979) fueron el producto de una vocación en lucha permanente contra los prejuicios y los condicionamientos sociales de su época. A principios del siglo XX, y más en un entorno conservador como el británico, había profesiones consideradas incompatibles con la condición femenina. La expresión «mujer compositora» era, para muchos, un oxímoron, un sinsentido- para algunos, incluso una aberración. Pese a ello, el tesón de Clarke y su lucha constante contra los elementos plasmaron una trayectoria existencial y artística que aún tiene mucho que enseñarnos.
Rebecca Clarke estudió en la Royal Academy of Music de Londres con destacados profesores. Fue alumna del gran Lionel Tertis, quien dio a la viola un nuevo impulso solista (para él escribieron los más importantes músicos ingleses de la época). También fue la primera mujer en frecuentar los cursos de composición de Charles V. Stanford.
Desde muy pronto, su camino estuvo diseminado de obstáculos. El padre la retiró de la Royal Academy of Music cuando su profesor de armonía le pidió la mano. Los encontronazos con la figura paterna fueron en aumento, y cuando un día Rebecca acusó al padre de mujeriego, éste la echó de casa.
Con pseudónimo
Con diecinueve años, Clarke se vio obligada a subsistir por sus propios medios. Su habilidad con la viola le permitió emprender una brillante carrera como solista y en grupos de cámara. Fue, asimismo, la primera mujer en ingresar en una orquesta sinfónica profesional (la Queen’s Hall Orchestra) en 1912. Además de labrarse una carrera como instrumentista, Clarke se dedicó a la composición y en este ámbito chocó con prejuicios aún más tenaces. Su primera composición importante, «Morpheus», la firmó con el pseudónimo de Anthony Trent porque, de otra forma, nunca habría sido tomada en consideración.
Reveladora es la polémica que surgió en 1919 cuando, en un concurso de composición, Clarke presentó con su verdadero nombre la «Sonata para viola y piano», considerada por muchos su obra maestra. En un principio, la pieza iba a ser declarada ganadora «ex aequo» con la «Suite para viola y piano» de Ernest Bloch, pero al final el premio se concedió sólo a este último porque algunos miembros del jurado consideraban imposible que una mujer hubiese escrito una obra de tal calibre y pensaban que Bloch había presentado a concurso dos composiciones suyas bajo distinto nombre.
El padre de Clarke la retiró de la Royal Academy of Music y, posteriormente, la echó de casa
En 1944, Clarke se casó con el pianista y compositor escocés James Friskin, uno de los fundadores de la Juilliard School. A partir de esta fecha abandonó por completo la composición. Fue la propia Rebecca quien hizo acto de renuncia ante la imposibilidad de conciliar su condición de esposa con la plena dedicación que le exigía la música. Ya retirada, dedicó sus últimos años a repasar su vida en unas memorias que dejó manuscritas. Sólo después de su muerte, a partir de los ochenta, su figura y su obra fueron objeto de una paulatina recuperación.
El catálogo de Clarke es muy reducido y está dedicado en buena medida a su instrumento de elección, la viola. Semejante escasez se debe tanto a la falta de estímulos exteriores como a su fuerte sentido autocrítico, que le producía a menudo crisis depresivas. También las tareas de intérprete contribuyeron a absorber sus energías y sustraerlas a la composición. En una primera fase, la música de Clarke se caracteriza por un templado modernismo, donde la influencia de Debussy se proyecta sobre un lenguaje de herencia posromántica. Las piezas escritas en los años cuarenta se caracterizan, en cambio, por sus modos neoclásicos.
Victoria y fracaso
El violonchelista Raphael Wallfisch y el pianista John York dedican a la música de Rebecca Clarke un precioso monográfico que constituye una las mejores contribuciones a la discografía de la compositora británica. El disco se abre con la «Rapsodia para chelo y piano», de 1923, la más extensa obra de Clarke y quizá también la más lograda. Es una partitura de veinticinco minutos, formada por cuatro movimientos de carácter muy distinto fundidos en un único bloque. Destaca en esta página una expresividad atormentada, así como el uso de la disonancia en cantidades superiores al resto de su producción.
Otra pieza de gran empaque es la más conocida «Sonata para viola y piano», presentada en un arreglo para violonchelo de la propia autora. Completan el programa la «Passacaglia sobre una antigua melodía inglesa», ejemplo señero de su etapa neoclásica, y dos miniaturas: «I&rsquo-ll Bid My Heart Be Still» y «Epilogue». El intenso lirismo de esta última pieza es el colofón perfecto a una biografía que buscó con pasión y coraje abrirse camino en medio de prejuicios y tópicos. En este sentido, la vida de Rebecca Clarke puede verse como la doble crónica de una victoria y de un fracaso. Ella fue una viola entre cardos.