Culturas

«Poesía reunida»: Wallace Stevens, sacerdote de lo invisible

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El poeta norteamericano Wallace Stevens (1879-1955)

Trabajó toda su vida como abogado de una compañía de seguros y en 1955 obtuvo el Premio Pulitzer por su obra poética

Wallace Stevens -como T. S. Eliot– es un poeta del que nunca se debe salir y al que siempre hay que regresar. Andreu Jaume esboza un preciso retrato de su persona y de su obra, y las cuidadas versiones que acompañan esta reunión de sus textos permiten comprender la riqueza de sus procedimientos de escritura, sus relaciones con el mito, la filosofía y la plástica, tan presentes en él, y su singular concepción de lo que es la naturaleza del poema. A esto último dedicó Stevens más de una definición, y es un acierto que se recojan aquí algunos de sus aforismos, en los que puede considerarse condensada su poética. Stevens es un poeta sensorial e intelectual a la vez, que exige un lector activo capaz de comprender el rigor y la exigencia que su concepción del texto exige, ya que, según él, «el poeta parece conferir su identidad al lector». Como para Pavese -para quien la actividad poética es «un complejo de relaciones fantásticas en las que consiste la propia percepción de la realidad»- para Stevens «la poesía es una revelación o un contacto» en la que los poetas son actores y «los libros, teatro».

Esta idea teatral de la escritura resulta inseparable en él de su concepto de «precisión» («Precisión de observación equivale a precisión de pensamiento»). Su búsqueda, pues, es tan metafísica como religiosa, pues si, por un lado, «todo el impulso de la mente es hacia la abstracción», por otro, «la poesía es un medio de redención» y el poeta, «un sacerdote de lo invisible». De ahí que el realismo le parezca «una corrupción de la realidad» y la poesía», la alegría del lenguaje». El pensamiento poético de Stevens da para mucho y no se puede resumir aquí, pero sus sentencias pueden ser vistas como claves de la cartografía mental y el sistema -si así puede llamarse- que define su mundo. Leer a Stevens ilumina la superficie de las cosas, detiene los instantes («Toda la tarde era crepúsculo») e intenta alcanzar «un orden más allá del habla».

Cierta dificultad

En sus poemas hay unidad y variación entrelazadas, y también cierta dificultad, que no es de forma sino de pensamiento. Jorge Guillén -con quien coincide en algún modo de poesía pura- lo tradujo. «El hombre de la guitarra azul» es una de sus series más significativas y «Notas para una ficción suprema», el mejor de sus libros. En «Las auroras del otoño» se pliega a la arquitectura de un hilo conductor que lo atraviesa como un estribillo, pero se abre a otros modos de composición que hasta cierto punto podrían considerarse desviaciones del paradigma a que nos tiene más acostumbrados, ya que introduce notas de sentimiento que antes -cuando los poemas eran «actos de la mente»- le faltaban: ahora el lirismo -como el flujo de significados- se intensifica y el tiempo y el símbolo centran toda su atención.

Deseo y visión son para él lo mismo y la poesía de sus últimas etapas es un regreso a lo real. El influjo de la pintura De Chirico suple ahora a la de Picasso. «La Roca» supone otra vuelta de tuerca a su poética y el libro contiene algunos de sus poemas más logrados: el cambio consiste en convertir el manierismo de la naturaleza en manierismo del espíritu. Y en esto es un maestro.

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