Culturas

Mediterráneo, el eco de una nostalgia en el Thyssen de Málaga

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Escultura de Maillol

El museo malagueño se entrega a la imagen arcádica que los artistas del pasado siglo vieron en el paisaje del Mare Nostrum

En el siglo XVIII, Johann J. Winckelmann, teórico indispensable en la concreción del neoclasicismo, no sólo proyectó el arte clásico griego como ideal al que aspirar, también como fruto de unas condiciones de vida y libertad envidiables que se habían dado en ese enclave del Mediterráneo. La «moderación del clima» hacía felices, inteligentes, libres y sofisticados a los moradores de aquel afortunado y mítico territorio que, con panegíricos y exhortaciones como las de Winckelmann, no cesaba de crecer en su proceso de idealización.

Justamente, buena parte de los artistas españoles y franceses que entre finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, sobre los que se cimenta esta muestra, reformularon la vieja y recurrente noción de Antigüedad, citando y renovando la tradición grecolatina bajo nuevos códigos lingüísticos, también lo hacen con la idea de «mediterraneidad». Otros acuden, obviando los registros culturales, a su paisaje y Naturaleza idílica. En cualquier caso, el Mediterráneo asoma como una soñada y bondadosa tierra, tal como la divulgó Winckelmann.

La Arcadia se situaba allí, pero constructos como la Edad de Oro o el Edén pasaban a ser «localizados» en la geografía mediterránea, en sus playas, zonas rurales o pueblos entre la montaña y el mar. En ellos se reeditan, en ocasiones, escenas pastoriles y bucólicas (Torres-García o Sunyer), que suponen un engarce con el imaginario. Esa nostálgica recuperación no dejaba de ser la aclamación de un cálido refugio en el que escapar de las grandes ciudades del XIX que alienaban a los urbanitas o, más adelante, de la angustia existencial que generaría la I Guerra Mundial. Precisamente, esa metafórica huida se halla en «la llamada al orden» enunciada por Cocteau y que buscaba refugiarse en los valores eternos del arte clásico y -por qué no- en la amabilidad del Mediterráneo.

Aquí radica una de las virtudes de esta exposición: la escenificación de los presuntos opuestos, conciliados en numerosas obras, que representan la tradición y la modernidad. Asimismo, evidencia la idea de d’Ors de «lo clásico» -tanto como de «lo barroco»- como un eón, por tanto inextinguible, siempre en pugna y que, por momentos, deja su latencia para manifestarse. Ciertamente, los artistas seleccionados (Signac, Rodin, Maillol, Matisse, Hugué, Sorolla y, de manera destacada, Picasso) son de una pertinencia extrema. Creadores que, en algunos casos, no sólo alumbraron una imagen balsámica -o refugio-, sino que permitieron edificar una identidad local, como en el caso del Noucentisme, que aspiraba a vincularse con las virtudes grecolatinas.

Valores al alza

Mediterráneo. Una Arcadia reinventada consigue transmitir muchos de los valores que lo clásico y el Mediterráneo fueron acumulando en su fortuna o condición alegórica: el orden, la mesura, la serena grandeza o la lúcida autocomprensión que dispensaba la mitología- también, la sensualidad, la calma o la armonía del entorno.

Esto último condiciona la relación del ser humano con el medio, desembocando en el hedonismo que caracteriza el modus vivendi latino. Muchas de esas imágenes manifiestan el bienestar y el placer de ese encuentro reparador con la Naturaleza, que restaña las heridas de la escisión del ser humano con lo natural. El conjunto, en consecuencia, posee la profundidad y robustez que representan los cimientos de la cultura latina y la voluptuosidad y paz de lo sensual del marco mediterráneo.

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