Pese a su enorme fama, el recién galardonado con el Nobel de Literatura es un hombre desconocido. Tan magistral en crearse pasados (y nombres) falsos como en transmutar las palabras, Bob Dylan ha pasado la vida ocultándose a plena vista
Una vez coincidí, tras un concierto, con un músico muy joven que acababa de tocar el órgano Hammond en una gira americana de Dylan. No pude contener la curiosidad. «¿-Qué tal Dylan?», le pregunté. El chico me miró un segundo con los ojos entrecerrados. No parecía entender la pregunta. «¿-Qué tal Dylan?», insistí. Me miró como si acabara de pedirle un millón de dólares en efectivo. Y entonces se encogió de hombros. «Bueno, Dylan es Dylan», dijo casi sin abrir la boca. Y ahí terminó todo.
Ni las biografías de Dylan ni sus canciones ni los testimonios de los que han convivido con él nos aclararán nunca el misterio. Como Homero, como Shakespeare, como Emily Dickinson, como John Ford, Bob Dylan será siempre un enigma. Su música es tan grande, tan poderosa, tan vasta como América, y el hombre que hay detrás, el ser humano que la ha creado, es una mota de polvo perdida en una vía de tren. Por mucho que busquemos, nunca daremos con él.
Evitar ser visto
«El hombre que hay en mí a veces se ocultará para evitar ser visto / pero es sólo porque no quiere convertirse en una especie de máquina». Eso cantó Dylan en «The Man in Me». En realidad, el hombre que hay en Dylan no sólo se ha ocultado algunas veces, sino que se ha estado ocultando durante toda su vida. Por eso ha falseado continuamente los hechos. Por eso se ha inventado un pasado que nunca existió. Por eso se ha alejado de todo lo que pudiera encasillarlo o definirlo. Por eso dijo que era huérfano y que había recorrido América en los trenes de mercancías, igual que su idolatrado Woody Guthrie. Por eso se negó a ser el gurú de la generación de la contracultura y prefirió vivir «sin una dirección que lleve a casa», como cantó en «Like a Rolling Stone». Por eso dio un concierto en París, en plena época de protestas contra la guerra del Vietnam, con una inmensa bandera americana presidiendo el escenario. Por eso llenó sus canciones de predicadores y tahúres y bromistas y vagabundos y profetas que no eran sino máscaras de sí mismo, aunque los «dylanólogos» se rompieran los sesos intentando averiguar a quién se referían. Por eso se hizo cristiano evangélico. Por eso dejó de ser cristiano evangélico. Por eso cantó ante el Papa e hizo anuncios para una marca de lencería femenina. Por eso quitó de muchos de sus discos las mejores canciones que había grabado. Y por eso se niega ahora a reconocer que le han dado el premio Nobel de Literatura, aunque es muy dudoso que renuncie a la dotación económica, y eso que sus ingresos anuales se calculan en unos 80 millones de dólares.
Pero detrás de todas esas máscaras, detrás de todas esas identidades escurridizas con las que Dylan ha ido ocultándose –desde Elston Gunn a Jack Frost, desde Lucky Wilbury a Blind Boy Grunt–, hay algo que jamás se borrará y que quizá sea su única seña de identidad permanente: la del chico que escuchaba la radio toda la noche en una pequeña ciudad de Minnesota. El chico que escuchaba a Hank Williams cantando en la emisora de Shreveport, Luisiana. El chico que escuchaba los cánticos gospel de las pequeñas emisoras locales que emitían para un público negro. El chico que escuchaba a Elvis y a Chuck Berry y a Jerry Lee Lewis en las primeras emisoras que se atrevían a programar «rock&rsquo-n&rsquo-roll».
Dylan se ha pasado la vida delante de nosotros, ocultándose cuando nos acercábamos demasiado
Y ese chico sabía que algún día será músico, y por eso mismo decidió que se iba a cambiar de nombre porque el suyo propio –Robert Allen Zimmerman– no servía. En 1956 nadie habría pagado un dólar para ver actuar a un rockero llamado Zimmerman, así que él quiso llamarse Dillon, como un «cowboy» de la televisión. Y un poco más tarde, en la universidad de Minnesota, al ver un libro de un oscuro poeta galés que no había leído –Dylan Thomas–, Bob Dillon pasaría a ser Bob Dylan, que suena más raro. Pero, ojo, Dylan Thomas no era un poeta que le llamase la atención. «Si me hubiera gustado, no me habría puesto Dylan, sino Thomas», dijo años después, cuando ya nadie recordaba que él no era Dylan sino Zimmerman.
De todos modos, nunca hay que tomarse las declaraciones de Dylan al pie de la letra. Dylan –o Zimmerman, o Dillon, o Elston Gunn– sólo habla de sí mismo para enmascarar la verdad. La primera tarea de su vida ha sido convertirse en otro, huir constantemente de sí mismo, evitar ser engullido por esa máquina de la que hablaba en «The Man in Me». En 1962, cuando vivía con Suzie Rotolo –la chica que sale con él en la cubierta de «The Freewheelin&rsquo-»– su novia vio por casualidad su cartilla de reclutamiento. Y entonces Suzie descubrió que el chico que vivía con ella no era el Bob Dylan que él le había hecho creer –el chico huérfano que había recorrido América en los trenes de mercancías–, sino un chico judío de clase media apellidado Zimmerman y criado en Minnesota, en una casa muy parecida a otras miles de casas con su porche y su buhardilla. Es decir, el chico que escuchaba la radio. El chico que oía el lejano silbido del tren de mercancías. El chico que una vez corrió por una colina persiguiendo una bandada de gansos salvajes. El chico que algún día compondría muchas de las mejores canciones del siglo XX.
«Palabrero»
¿-Es Bob Dylan un gran poeta? Claro que sí, y nadie que entienda de poesía puede negarlo. Lo que no está tan claro es que las canciones de Dylan resistan la prueba de ser leídas sobre el papel sin el acompañamiento de la música. Algunas resisten, sin duda, pero otras no. Hay una fórmula más o menos fiable de comprobarlo: leer sobre el papel letras de sus canciones que no hayamos oído nunca, es decir, que de algún modo no estén trasmutadas por su voz y su armónica. Y he dicho trasmutadas porque la música de Dylan convierte las letras en otra cosa muy distinta.
Si leemos, por ejemplo, algunos de los versos más famosos de «Visions of Johanna» –«El fantasma de la electricidad aúlla en los huesos de su cara / donde estas visiones de Johanna ahora ya ocupan mi lugar»–, es imposible olvidar la textura de la voz de Dylan y la intensidad con que va recitando la letra. Y de repente, con esa voz de fondo, la electricidad aúlla y los huesos de la cara ocupan su lugar, signifique eso lo que signifique. Pero la poesía verdadera tiene que conseguir exactamente el mismo efecto –trasmutar las palabras, alterarlas, hacer que aúllen, convertirlas en huesos– sin voz y sin música, a palo seco, porque la música y el ritmo y la capacidad de encantamiento deben surgir de las palabras desnudas. Mucha gente considera estos dos versos de «Visions of Johanna» lo mejor que se ha escrito jamás en la historia del rock americano. Ahora bien, ¿-resisten la prueba? Ese fantasma de la electricidad que aúlla en los huesos de una cara de mujer, ¿-qué diablos es? Una vez, Cristóbal Serra fue a ver a Robert Graves en Deià y le preguntó por Dylan Thomas. Graves se limitó a contestar, desdeñoso: «Talkative» («palabrero»). Pues bien, sin el acompañamiento de la música, Dylan puede sonar simplemente palabrero, sobre todo en su época más influenciada por la poesía «beatnik» y los delirios lisérgicos.
Dylan es ante todo el chico que escuchaba en la radio a Hank Williams, a Elvis, a Chuck Berry y a Jerry Lee Lewis
Veamos la famosa letra de «Desolation Row», una canción que no me canso de escuchar jamás. «Einstein, disfrazado de Robin Hood, / con sus memorias en un baúl, / pasó por aquí hace una hora/ con su amigo el monje celoso. / Se le veía tan inmaculadamente espantoso / mientras mendigaba un cigarrillo&hellip- / Luego se fue olfateando las alcantarillas / y recitando el alfabeto. / Tú no te pararías a mirarlo, / pero fue famoso hace mucho tiempo, / por tocar el violín eléctrico / en Desolation Row».
Cuando llegamos al final de la estrofa, ya no sabemos quién iba olfateando las alcantarillas, si era Einstein o el monje celoso o Robin Hood, y ya nos hemos hecho un lío con el baúl de las memorias y con el cigarrillo y el violín eléctrico (aunque esa referencia humorística al violinista que no toca en «Desolation Row» es francamente insuperable). Ahora bien, una vez que oímos la voz de Dylan y los prodigiosos arpegios de guitarra de Charlie McCoy, nos creemos por completo esa mezcolanza absurda de Einsteins y monjes celosos y alcantarillas y violinistas que se hicieron famosos tocando en «Desolation Row». Es más, estamos seguros de que un pandemónium de ese calibre existió alguna vez en algún sitio. Y no sólo eso, sino que lo consideramos una letra sublime, llena de encanto y sugerencias y misterio.
A medio hacer
En una crítica de «Highway 61 Revisited», el gran Philip Larkin escribió que «Desolation Row» tenía «una letra que actuaba como una salmodia, usando palabras misteriosas, posiblemente a medio hacer». Ese matiz –«posiblemente a medio hacer»– es la clave de todo. Cuando se oye la música, las palabras de Dylan están hechas del todo porque su voz suena como si estuviera cantando entre alcantarillas y monjes celosos y baúles de memorias en la Calle de la Desolación. Pero sin acompañamiento de música y voz, la letra parece peligrosamente incompleta, por larga que sea. Juan Ramón Jiménez llamó a Pablo Neruda el «gran poeta de la desorganización». Y lo que Jiménez escribió de Neruda –«Neruda es acaso un rebuscador que encontrase aquí y allá, por su camino, un pedazo de carbón, un vidrio, una suela de zapatos, un ojo perdido, una colilla, etc., y los fuera uniendo y pegando sin ton ni son sobre el tablero de su taller»– podría decirse también de las letras de Dylan, sobre todo en su época más anfetamínica de «Highway 61» y «Blonde on Blonde». Dylan junta a Einstein y al monje celoso y las alcantarillas y el alfabeto y lo mete todo a la vez en el tablero de su taller. Y sale lo que sale.
Pero Dylan puede ser también un gran poeta muy bien organizado. Lo ha demostrado en sus letras más sencillas, sobre todo en las baladas que narran una historia siguiendo las enseñanza de Woody Guthrie (ahí está «The Ballad of Frankie Lee and Judas Priest», que puede ser enigmática, pero es un enigma muy bien organizado). También son poemas líricos de primera magnitud sus canciones amorosas de despedida, como «One Too Many Mornings», ya que el arte de la despedida de Dylan es comparable a la cínica maestría de Rilke a la hora de decir adiós a las mujeres que se desvivieron por él. Y lo mismo pasa con sus breves y esplendorosas canciones de amor, como la indestructible «I Want You», o con algunas canciones de su época religiosa, como ese himno que podría haber sido escrito hace quinientos años –o ayer mismo– y que se llama «Every Grain of Sand». Y por último no se pueden olvidar las canciones de estos últimos tiempos en las que Dylan recapitula sobre su vida, como la sobrecogedora «Not Dark Yet»: «Ni siquiera recuerdo de qué iba huyendo cuando llegué hasta aquí /, ni siquiera se oye el murmullo de una oración /, aún no ha oscurecido, pero pronto lo hará». Si Philip Larkin hubiera podido leer esta letra, seguro que no le habría parecido incompleta, sino justo lo contrario.
Pero a pesar de todo esto, Dylan sigue siendo un enigma. ¿-Quién es? ¿-De qué habla? ¿-Qué cosas pretende decirnos? Difícil saberlo. Lo único que sabemos es que se parece mucho a Emily Dickinson, la reclusa, la solitaria vestida de blanco. Sólo que Dylan se ha pasado la vida delante de todos nosotros, ocultándose cuando nos acercábamos demasiado, y haciendo señas desesperadas para que volviéramos cuando creía que nos estábamos alejando demasiado. Y siempre sin saber de qué iba huyendo cuando llegó aquí, igual que todos nosotros.