Culturas

«La señora Osmond», otra vuelta de tuerca de John Banville

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El maestro John Banville (Wexford, 1945)

Deja por unos instantes a su «alter ego» Benjamin Black para volver a ser el mejor Banville con una historia que retoma a Henry James

No puede decirse que el irlandés sea un escritor al que le asusten los desafíos. No conforme con buscar y encontrar un «grand style» propio como motor de toda su narrativa, también se ha preocupado por enaltecer la novela histórico/científica así como el género policial bajo la máscara transparente de Benjamin Black. Y fue como Black que Banville primero se internó en aguas peligrosas al abducir el fraseo de Chandler y el tono de su Marlowe para llevar a cabo esa exitosa coda a «El largo adiós» que fue «La rubia de ojos negros».

Pero ahora -dando la cara y con nombre propio- Banville sube la apuesta a alturas de vértigo. (el norteamericano Henry James) para «cerrar» el célebre final abierto de su novela favorita entre todas las de El Maestro: «El retrato de una dama», una de las primeras y más indiscutibles «Great American Novels» publicada en entregas entre 1880-81 en las revistas «The Atlantic Monthly» y «Macmillan’s», enseguida en formato de libro, y revisada por el propio autor para su edición definitiva en 1908.

Y, sí, claro: resulta más que indispensable leer o releer el libro de James antes de disfrutar de «La señora Osmond». Aquí están casi todos de nuevo: los maquiavélicos Gilbert Osmond (uno de los grandes villanos al que Banville hace suyo y disecciona con genio), Madame Merle, Mrs. Touchett, los pretendientes Lord Warburton y Caspar Oswood, la angelical hijastra Pansy y su enamorado Edward Rosier, la cuñada y condesa Gemini y la vehemente amiga Henrietta Stackpole y -por causa mayor, su fallecimiento- se extraña al primo Ralph Touchett (una lástima que Banville no se haya hecho tiempo para traerlo de regreso como alguno de esos muy elegantes fantasmas jamesianos).

Se da el lujo

Por encima de todos ellos, claro, la dama ya retratada: la inquieta y adorable y un tanto demasiado ingenua a la hora de juzgar a los demás y a sí misma Isabel Archer. Y recuerden: la habíamos dejado casi en fuga, con todo ese dinero heredado, picoteada por aves de rapiña y sin saber si volver a la Roma de su sufrido presente o, en cambio, partir rumbo hacia un futuro incierto quién sabe dónde y con quién a su lado.

La opción de Banville es que (acompañada por su criada Staines, gran nuevo personaje) Isabel regrese a Roma. Antes, previo paso por Londres, donde cortesía de la feroz solterona y vegetariana Miss Janeway, se internará en las corrientes del flamante feminismo sufragista. Después, sí, salto a París y volver a Italia para cortar flecos y ajustar cuentas. Digamos que la metodología de Isabel es más elegante que la de Edmond «Conde de Montecristo» Dantès aunque igual de efectiva.

Digamos también que lo de Banville -a diferencia de otras aproximaciones recientes más o menos directas a James firmadas por Tóibín, DaLodge o Hollinghurst– no es una revancha como la de Isabel pero sí, a su manera, un admirado desquite ante esa conclusión ambigua de aquel retrato que había, voluntariamente, omitido una última pincelada. Porque Banville se da el lujo de volver a mojar el pincel y aplicar ese color sombra en el sitio justo. Pero, enseguida, se permite una última y perfecta (en el sentido más noble del término) gracia: la de no un final abierto pero sí un final entreabierto. Y -otra vuelta de dama, por favor- Isabel Archer parte una vez más, magistralmente, rumbo hacia lo desconocido.

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