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Internacionalizar el ridículo

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Una mujer con una careta de Carles Puigdemont ante el Palau de la Generalitat – Efe

Mientras se perfila la mirífica República Catalana, donde todo estará bien, las elites «esteladas» copan la administración, los trabajos mejor remunerados y la llamada «sociedad civil»

El gasolinero Canadell, bochornoso presidente de la Cámara de Comercio barcelonesa, no engaña. Al igual que Meritxell Budó, exalcaldesa de La Garriga reciclada en portavoz del No Govern, expresa en rueda de prensa su desprecio a la lengua común. Ha de «pensar bien» si contesta en castellano o lo deja para los traductores. El castellano, apostilla, «nos hace perder el tiempo».

El presidente gasolinero representa la revolución de ricos que llamamos procés. Las regiones pujantes -Cataluña, Flandes, Escocia- son secesionistas, señala el geógrafo francés Christophe Guilluy. La reclusión identitaria, escribe en «El fin de la clase media occidental» (Taurus), permite a las clases privilegiadas sustituir problemas sociales por hecho diferencial: «En las regiones ricas, los movimientos independentistas no son más que la careta de la secesión de las burguesías que intentan salirse de los marcos nacionales (donde hay que ejercer la solidaridad) y unirse a los marcos supranacionales (donde se ejerce la ley del mercado)». El ejemplo catalán, añade, «ilustra la fiebre de una burguesía dispuesta a cualquier cosa para abandonar el bien común».

Mientras se perfila la mirífica República Catalana, donde todo estará bien, las elites «esteladas» copan la administración, los trabajos mejor remunerados y la llamada «sociedad civil». La hegemonía cultural, en sentido gramsciano, conjugada con la hegemonía política y económica.

La inacción del vicario Torra ya desvela los problemas sociales que el separatismo aplaza. Por eso quiere elecciones en otoño: para que las sentencias del «procés» tapen el desgobierno de la Generalitat. El incendio de la Ribera del Ebro evidenció la falta de medios de los bomberos que cruzan los dedos para que no se produzcan emergencias simultáneas. Los mismos bomberos que apoyaron a un gobierno concentrado exclusivamente en el secesionismo. La misma observación puede hacerse al personal sanitario que promueve mítines independentistas en el Hospital del Mar o el Clínico. O a los docentes, siempre prestos a participar del adoctrinamiento. O a los sindicatos mayoritarios, colaboradores en el paro del 3-O: una huelga no laboral promovida por la Generalitat y su sindicato vertical CSC.

Victimización de los aprovechados reflejada en la imagen del nuevo rico (gracias a su productora de telebazofia) Josep Maria Mainat. En su piscina de Sant Feliu de Guíxols medita, con el mar al fondo, si nos conviene más la ampliación de la base o la unilateralidad». Además de la burguesía el «target» independentista añade jubilados con generosa nómina, funcionarios trepas, payeses supremacistas, neocarlistas, montserratinos, jóvenes ignaros y toda la hipocresía del oportunismo.

Como todo movimiento parafascista, esa aparente armonía interclasista se consigue con el discurso infantil del «España nos roba» (agravios fiscales), y la quema ritual de retratos del Rey: entre los planes del gasolinero Canadell para la Cámara, declarar al Monarca persona non grata. El populismo de izquierdas -Colau, Podemos–y el separatismo identifican la Monarquía con lo que denominan desdeñosamente «Régimen del 78», explica el historiador Jordi Canal: «El independentismo vende que Cataluña está enemistada con la Monarquía. Un relato que no se sostiene históricamente. A eso ayuda el déficit de la presencia del Estado en Cataluña».

El autor de «La Monarquía en el siglo XXI» hablaba en el Círculo del Liceo -27 de junio- y Torra, faltando a sus obligaciones como President de todos, hacía el vacío al Rey en lo actos del Salón Internacional de la Logística, que congregó 650 empresas. Esta deslealtad institucional y la inseguridad jurídica de la consigna estival de Òmnium -«lo volveremos a hacer»- no ayudan a que las empresas que huyeron en 2017 retornen a Cataluña. El proceso independentista, señaló Lluís Reverter en el acto del Círculo, «se ha cargado el prestigio de las instituciones catalanas recuperadas en la Transición».

El poeta Gabriel Ferrater lo advirtió: el peor enemigo de la literatura catalana era el catalanismo. Hogaño, el peor enemigo de Cataluña y su lengua es el nacionalismo catalán, al igual que el nacional-catolicismo franquista pervirtió en su día la españolidad.

Toda imposición llevada al extremo, y eso son los nacionalismos, acaba en caricatura- se demostró en Llenguaferits, un documental de 30 minuts, espacio de reportajes convertido -como todo en TV3-, en altavoz separatista. La tesis, victimista y conocida: el catalán puede desaparecer debido al bilingüismo. Quizá la razón sea otra. Treinta años de «normalización» lo han convertido en lengua del poder y del repliegue identitario. Un activista de la lengua exige hablar en catalán a su tostadora. A otro le escandaliza que su hijo platique en castellano con un compañero en el patio. La solución: el catalán es la lengua impuesta en la escuela, como lo fue el castellano bajo el franquismo.

Querían internacionalizar el conflicto, pero en Europa los han calado. Las cuatro derrotas jurídicas y el numerito cobarde de Puigdemont y sus remunerados compañeros de viaje ante el puente del Rhin han internacionalizado el ridículo.

¿Lo volverán a hacer?

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