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El caso de Saidou, migrante explotado en un invernadero que logró que condenaran a prisión a su patrón | Público

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El Juzgado de lo Penal número 1 de Almería ha dictado la condena tras una denuncia que presentó un joven de Burkina Faso por las condiciones inhumanas de trabajo de una decena de extranjeros indocumentados en Roquetas de Mar y del cobertizo en el que él dormía junto al almacén de productos fitosanitarios y la balsa de riego.

La riqueza que genera la potente agricultura intensiva bajo plástico en Almería esconde situaciones como la que describe la sentencia dictada por la magistrada del Juzgado de lo Penal número 1 de esa provincia, en la que condena a un año y medio de prisión al empresario de un invernadero de Roquetas de Mar por un delito contra los derechos de los trabajadores: los empleados carecían de contrato, no estaban dados de alta en la Seguridad Social, no disfrutaban de vacaciones o descanso semanal, sin horario definido y con disponibilidad las 24 horas del día, sin poder faltar al trabajo por enfermedad o cuestiones personales bajo la amenaza de poder ser despedidos y con un salario de 40 euros por jornadas de 10 horas.

La sentencia, dictada el pasado 17 de febrero y que es firme al haber obtenido la conformidad del acusado, deriva de la denuncia que presentó en octubre de 2016 ante la Inspección de Trabajo de Almería uno de los diez trabajadores de la empresa Joma Invernaderos SL, todos ellos, salvo uno, indocumentados, nueve procedentes de Marruecos y uno de Burkina Faso. Este último, Saidou Konkisre, afiliado a CCOO, decidió dar el paso cuando se negaron a pagarle los 10 euros por noche que le habían prometido por vigilar las instalaciones del invernadero viviendo en una caseta de madera sin ventanas ni agua, pegada al almacén donde se guardaban los productos fitosanitarios.

Saidou cuenta, en una entrevista con Público, lo que expone la magistrada en la sentencia a la que ha tenido acceso este periódico: que él, tras la jornada laboral realizaba funciones de vigilancia, «por lo que se le facilitó para vivir un cobertizo situado junto a una balsa de riego en la misma finca que carecía de las condiciones mínimas de habitabilidad y salubridad, sin ventilación, luz natural, cocina, aseos, agua potable, y sin estar evaluados sus riesgos».

En el fallo, asumido por el empresario condenado, se detalla que los trabajadores desarrollaban su actividad laboral «en algún caso peligrosa (limpieza del techo de los invernaderos o aplicación de fitosanitarios) sin equipamiento ni protección adecuada y sin formación correspondiente, sin disponer las instalaciones de botiquín o equipo médico, agua corriente y aseos».

A esa realidad llegó Saidou Konkisre con 23 años, procedente de una población del este de Burkina Faso, uno de los países más pobres del mundo. Tras un largo periplo, había alcanzado las estribaciones de la frontera de Melilla y se refugió junto a centenares de migrantes en el monte Gurugú, esperando el momento. Eso llegó la noche del 13 de mayo de 2013, cuando consiguió entrar en suelo español, europeo, en medio de uno de los muchos saltos masivos de la valla que se produjeron ese año con graves consecuencias: decenas de heridos y la decisión del entonces ministro de Interior Jorge Fernández Díaz de volver a poner concertinas, o sea, cuchillas disuasorias en lo alto de la alambrada. Radio Nacional contó así la noticia de ese salto en el que Saidou logró entrar en España. Entonces, podía pensar que la suerte le sonreía. Pero la vida da muchas vueltas y más para una persona africana, indocumentada, en el Norte rico.

Lo que atrajo a Almería a este joven de Burkina Faso fueron las posibilidades de trabajo que ofrecía un sector agrícola cada vez más potente. Pasó una temporada en Bilbao, otra en Torrelavega, pero en la primavera de 2014 decidió trasladarse a la otra punta del país, al sureste, donde la agricultura intensiva no paraba de crecer. Según el Instituto Nacional de Estadística, la agricultura almeriense dio trabajo en el último trimestre de 2020 a más de 73.000 personas, cerca del 10% del total de empleo nacional en este sector, dato que la convierte en la provincia, junto a la Comunidad de Murcia, que más empleo agrícola demanda. Son en torno a 32.000 hectáreas de cultivo de invernadero que proporcionan, de acuerdo a un informe de Caja Rural Cajamar de la temporada 2018-19, una producción hortofrutícola anual de más de 3,5 millones de toneladas, con unos ingresos totales de 2.228 millones de euros.

Y en una rotonda de Roquetas de Mar, uno de los municipios almerienses con más invernaderos, Saidou Konkisre conoció una mañana de mayo el 2014 al empresario que luego acabó denunciando por un delito contra los derechos de los trabajadores. Fue a esa rotonda, dice, porque era el sitio al que iban los empresarios en busca de trabajadores para sus cultivos bajo plástico. Ese día también tuvo suerte y le cogieron a él y a otro compañero. Pero al poco la suerte se torció. Y mucho.

Trabajo de lunes a domingo

Un descanso de media hora para comer en una nave de las mismas instalaciones

Saidou llevaba solo un año en España, hablaba y entendía muy poco el español –aún hoy, siete años después, tiene dificultades con el idioma-, y empezó a hacer cuanto le mandaban en los dos invernaderos de la empresa Joma, de un tamaño que él no sabe precisar, salvo que eran muy grandes, donde se cultivaba pimientos y pepinos, sobre todo. Eran nueve trabajadores marroquíes y él los que se ocupaban de toda la faena de ambos invernaderos, de lunes a domingo, con jornadas de hasta once horas, de ocho de la mañana hasta cuando decidiera «el jefe», y un descanso de media hora para comer en una nave de las mismas instalaciones. Eso sí, había excepciones: «A veces, cuando hacía mucho frío en invierno, no trabajábamos el domingo», dice el joven burkinés.

Frío en invierno, mucho calor en verano dentro de una nevera o de un horno de plástico, según el tiempo, sin horarios, sin descansos semanales, sin vacaciones, sin contratos ni medidas de protección. Todo lo aceptaban. ¿Por qué? La magistrada lo explica claramente en la sentencia: «Los trabajadores aceptaron trabajar con esas condiciones debido a su condición de inmigrantes en situación irregular (salvo uno), desconocedores del idioma, sin recursos económicos y bajo nivel cultural, con interés en obtener los oportunos permisos de residencia, teniendo en todos los casos familia en su país de origen a la que mantenían enviando el dinero que ganaban, a parte de la dificultad general de cualquier trabajador no especialmente cualificado para encontrar otro trabajo con el que subsistir».

Tenían necesidades imperiosas, urgencias vitales y económicas que solventar sin demora, pero también había alguien que se ocupaba de recordárselas, de hacerles ver su fragilísima situación. O eso o nada. De eso se encargaba uno de los hijos del «jefe», Francisco, al que Saidou Konkisre señala como el responsable de hacer cumplir allí la ley, su ley. «Era el que siempre estaba allí, siempre mandando. Nos gritaba, te pegaba en la mano cuando protestabas. A uno de Senegal le empujó un día, lo tiró al suelo, porque había protestado. Luego lo echó. Ya no volvió a trabajar. Yo mando aquí, yo mando aquí, si tú hablas, tú vas a la calle, con la mierda. Era lo que decía siempre», recuerda Saidou.

Francisco era el mismo que decidía cada día cuándo terminaba la jornada, a las seis, a las siete, a las ocho, a las nueve de la tarde, en verano, de la noche, en invierno. Y luego, al terminar el mes, les pagaba en mano el sueldo en función del trabajo realizado, a razón de cuatro euros la hora, casi la mitad del mínimo estipulado en el convenio provincial del sector. Si eran 10 horas al día, 40 euros, así que como máximo el salario ascendía a 1.200 euros al mes tras haber trabajado 30 días con esas jornadas leoninas. Eso sí, eran 1.200 euros netos, porque no estaban contratados y no había nada que descontar de las cotizaciones a la Seguridad Social para una prestación por desempleo, para una futura pensión, para absolutamente nada.

La caseta se inundaba con la lluvia

A Saidou Konkisre le ofrecieron, además, un trabajo extra como también refleja la sentencia: vigilar las instalaciones del invernadero por la noche para que nadie entrara en el almacén a robar las herramientas, los productos fitosanitarios utilizados para los cultivos, incluso los pepinos o los pimientos de las plantas. A cambio le iban a pagar diez euros por noche, 300 al mes, y le dejaban ocupar como vivienda una caseta de madera de unos pocos metros cuadrados, similar a las que se utilizan para guardar las herramientas en los jardines de buenos chalés, sin ventanas, sin baño ni muebles. Y aceptó por las mismas razones que se han detallado sobre los motivos que le llevaron a trabajar en un invernadero en las condiciones en las que él lo hizo.

En el cobertizo, como lo define la juez, no le pusieron ni una cama para dormir. Saidou tuvo que hacérsela con los desechos que fue encontrando en los contenedores de basura cercanos. No entraba la luz del sol, pero sí el agua de la lluvia que caía a chorros por las rendijas de la madera e inundaba el suelo de la caseta ante la desesperación de su ocupante en noches angustiosamente eternas. Para lavarse, cogía el agua de la balsa de riego del invernadero y la calentaba en la cocinilla de gas donde se hacía la comida en un espacio sin ninguna ventilación. Para las necesidades, iba a un pequeño monte cercano. Y, mientras, al lado, casi puerta con puerta, tenía el almacén en el que se guardaban decenas de garrafas, litros y litros de fitosanitarios, plaguicidas, productos tóxicos para uso agrícola que al poco de entrar en la nave te producían picor en los ojos, según el testimonio de su antiguo inquilino.

«Es un trabajo muy peligroso. Yo también sulfaté sin tener nada»

La falta de medios de protección para manejar esos productos químicos la vivían cada día en los invernaderos. Nunca, asegura Konkisre, les proporcionaron mascarillas, trajes especiales, gafas, ni siquiera unos simples guantes o botas especiales para protegerse de una posible intoxicación: «Uno de Senegal –añade- sí tenía una mascarilla, que era suya, porque él sabía cómo era esto, porque él llevaba cinco años trabajando en Almería, tenía papeles. Es un trabajo muy peligroso. Yo también sulfaté sin tener nada. Mientras uno sulfata con la pistola las plantas, otro aguanta la goma, y el resto está fuera del invernadero. La gente que lleva tiempo trabajando sabe lo que hay que hacer, pero la nueva no sabe nada».

Después de más de dos años y medio trabajando en esas condiciones, llegó la gota que colmó el vaso: el empresario dejó de pagarle su trabajo como vigilante nocturno. «Sólo me pagó un mes. Luego Francisco me dijo que yo vivía en su casa, sin pagar agua ni luz ni nada, que por eso no me tenían que pagar». Entonces fue cuando Saidou ya no aguantó más y en septiembre de 2016 decidió ir a CCOO a denunciar su situación. La intervención del sindicato llevó luego a que la Inspección Provincial de Trabajo tomara cartas en el asunto.

El 10 de octubre de ese año, agentes de la Guardia Civil y un funcionario de la Inspección Provincial de Trabajo y de Seguridad Social de Almería se personaron en las instalaciones de Joma Invernaderos, donde comprobaron las condiciones de trabajo de una decena de empleados extranjeros indocumentados y el cobertizo que habitaba el joven burkinés.

La respuesta del empresario a aquella inspección fue inmediata, según el denunciante. Aquella noche le dejaron dormir en el cobertizo, pero a la mañana siguiente todos los trabajadores fueron despedidos. No obstante, la maquinaria judicial ya se había puesto en marcha. Debido a la gravedad de los hechos, Inspección de Trabajo puso el asunto en conocimiento de la fiscalía y se abrió un procedimiento que ha terminado, casi cinco años después, con la condena del empresario a un año y medio de prisión, a su inhabilitación durante el mismo tiempo para el cargo de administrador de empresas y a indemnizar a Saidou Konkisre con 5.000 euros y con 3.000 a cada uno de sus nueve compañeros de trabajo.

El fallo fue dictado in voce en el acto de la vista oral, tras haber manifestado todas las partes su conformidad con la resolución, que es ya firme sin posibilidad de ningún recurso contra ella y que contempla la atenuante de reparación del daño. La sentencia, sin embargo, deja en suspenso la ejecución de la pena de prisión impuesta al acusado, por carecer de antecedentes penales y porque la condena no supera los dos años.

La sentencia más grave en Almería

Según el secretario provincial de CCOO de Industria, Javier Castaño, se trata de la sentencia más grave que se ha dictado hasta ahora en un juzgado de Almería por vulneración de los derechos de los trabajadores, ya que este caso ha acabado en el ámbito penal con la imposición de una condena de cárcel al responsable, cuando por lo general estos temas se dirimen en los juzgados de lo Social o en sanciones administrativas de la Inspección de Trabajo.

Castaño asegura que el fraude laboral en el sector de la agricultura intensiva almeriense es «importante», aunque este caso tiene una gravedad mayor que la habitual. Los fraudes más frecuentes son el de los empresarios que no declaran todas las jornadas trabajadas, algo que ocurre, a juicio de este responsable de CCOO, en el 30% de las empresas, el del pago por debajo del Salario Mínimo Interprofesional y el de los contratos eventuales mantenidos por encima de los plazos legales establecidos, que sucede en el 90% de los casos.

A raíz de la intervención de la Inspección de Trabajo, Saidou Konkisre pudo obtener la documentación para trabajar de forma legal en España. Dejó Roquetas y se fue a vivir a casa de un amigo en El Ejido, la localidad del Poniente almeriense en la que el pasado 6 de febrero se cumplieron 21 años de los más graves incidentes racistas ocurridos hasta ahora en España: una turba persiguió durante varios días a los migrantes que trabajaban en los invernaderos, destrozando sus locales, viviendas y coches, acusándoles a todos de unos crímenes que se habían cometido en la localidad.

Saidou, que ya ha cumplido 30 años, vive ahora en San Isidro de Níjar, donde trabaja también en un invernadero, pero con contrato, con un mejor salario y con una jornada reglamentaria, y vive en un piso, no en un cobertizo para guardar las herramientas. «Ahora vivo más tranquilo, mejor», resume.

De todos modos, a pesar de lo que ha vivido desde su llegada a España, este joven burkinés no hace tabla rasa. «Todos los jefes son diferentes. No igual. Hay españoles que son buenos y otros malos, igual pasa en África», reflexiona. De quien no se olvida es de aquel «jefe» que tuvo en los invernaderos de Roquetas. «Francisco fue un hombre muy malo», dice con un español limitado, pero muy claro.

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