La reedición de las obras maestras de Syrinx, como la de los primeros álbumes de Peter Baumann o Peter Schilling, establece el umbral de la excelencia para un mercado clásico que suele tirar de catálogo, nostalgia y lugares comunes
Entre la curiosidad y el conocimiento, polos opuestos entre los que se desarrolla la vida de internet, la reedición de obras más o menos maestras aporta al aficionado la dosis de novedad y sorpresa que correspondería a las producciones de riguroso estreno. La distancia que va de consultar unos lanzamientos discográficos que en las últimas temporadas han abusado del reciclaje a detenerse en los trabajos que precisamente reabren –como el grifo del agua fría, una buena ducha para espabilarse– las fuentes en las que abrevan las nuevas generaciones es la misma, aproximadamente, que separa la curiosidad y el conocimiento, la cáscara de la semilla o la ternilla de la carne. Conviene usar los cubiertos.
Además de satisfacer la gula del gran público con una oferta pintona y superficial, lista para el consumo, los medios –generalistas o especializados, sin distinciones– han cultivado la ansiedad del oyente a partir de una secuencia febril de informaciones cuyo sensacionalismo acelera su caducidad e impide que cojan cuerpo con el debido reposo.
Vejez inmediata
La eternidad no existe porque resulta incómoda. En una paradoja temporal que solo puede explicarse desde el circuito cerrado y abierto de internet, hay discos –quizá todos los que se han editado de un tiempo a esta parte– que envejecen antes incluso de salir oficialmente al mercado. La permanencia es un estorbo. El escaparate gana terreno al almacén y el futuro inmediato deja sin espacio a un presente –lo que es la vida– que siempre es pretérito perfecto, simple o compuesto.
En estas circunstancias, adversas para el conocimiento, propicias para la curiosidad, la reedición es casi un gesto de rebeldía, un frenazo. Con la debida precaución al volante: no todos los documentales de naturaleza son buenos para echarse la siesta ni todos los ejercicios de arqueología musical logran aportar claves novedosas a un lugar común que a menudo se ve reforzado por los planteamientos de quienes tiran de archivo sin la inquietud que, como el salero a las tonadilleras o el rencor a los de Podemos, suele y debe acompañar a la investigación.
Hay discos de estreno que envejecen antes incluso de salir oficialmente al mercado
Viene todo esto al caso de la paupérrima edición, propia del subgénero mercantil de la recurrencia y el más de lo mismo, de los superéxitos de Tino Casal, enésimo ejercicio de explotación de un artista que cada tres o cuatro años resucita en las tiendas con el mismo repertorio. Sin piezas inéditas, cortado con un molde industrial que incluso deja fuera los primeros sencillos del intérprete para Philips, cuando probaba suerte y sonido como cantante melódico y sin maquillaje, «De la piel del diablo» es un despropósito cultural del que solo se puede extraer una lección metodológica, y a la contra, como es costumbre, al poner de manifiesto que la nostalgia resulta inaceptable como instrumental medianamente científico. Si acaso, para reproducir en bucle la misma canción de siempre.
A la espera de que se detalle el contenido del «Dicromo» de Azul y Negro, caja que promete material desconocido, pero que tropieza en la ignorancia de la carrera anterior y posterior de Carlos García-Vaso, de Greta a Cinemaspop, el petardazo de «De la piel del diablo» documenta, a las malas, la dificultad de profundizar en el subsuelo de un pop español sobrevalorado en sus hechuras clásicas y, lo que es peor, fosilizado. Hay pocos pozos de donde sacar –Vinilísssimo ha tenido que tirar ya de Eduardo Polonio y de su «Acaricia la mañana», que ya son ganas de escarbar– y los que hay en funcionamiento dan agua embotellada.
Intereses cruzados
Viene todo esto al caso, el mismo de antes, de las reediciones, algunas recientes, otras inminentes, todas de importación, de una serie de artistas aparentemente menores y que en los años setenta del siglo pasado se interesaron por la electrónica, más o menos como Tino Casal y Azul y Negro, pero sin que nadie les encargara la sintonía de la Vuelta a España o, como a Kraftwerk, la del Tour de Francia. Lo que a ellos les interesaba no le interesaba a casi nadie, lo que ha permitido que su obra –exhaustiva y oportunamente ampliada– conserve a estas alturas su capacidad de sorpresa y que composiciones como «Melina&rsquo-s Torch», de los canadienses Syrinx, incluida en «Tumblers From The Vault», aún consiga extrañar, que ya es difícil.
Además de Syrinx, trío que se lió con los cables de una electrónica a la que quisieron traducir sus ensayos psicodélicos, para primeros de noviembre está prevista la reedición de «Romance 76» y «Trans Harmonic Nights», de Peter Baumann, disidente de Tangerine Dream cuyos dos primeros álbumes reflejan su hartazgo de la Escuela de Berlín y, a la vez, la notable reutilización de la Kosmische Musik con fines comerciales, y también «Error In The System», completo desplegable musical del primer disco de Peter Schilling, otro compositor que quiso ser Bowie. Como Baumann, como Tino Casal.
Hasta ahora traspapelados, no son estos álbumes la cumbre del pop experimental, pero tampoco se les pide tanto. Por mucho menos, con varias décadas de retraso y sin tanto mérito se sobrevaloran unas novedades a las que cabría decirles lo que Caracol el del Bulto a la locomotora de vapor que le resopló en Atocha: «Esos cojones, en Despeñaperros». Merecen, al menos, correr mejor suerte en ese túnel del hallazgo y el olvido que es internet. Sería doblemente triste enterrarlos otra vez.