Culturas

Antonio Ferrera o el toreo espiritual más absoluto

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Delicias de Antonio Ferrera con «Bonito», al que cuajó una faena excepcional – Paloma Aguilar

Bienaventurados los ojos que gozaron de la genialidad total de San Isidro con un toro de Zalduendo que rindió honor a la divisa de luto

Rosario Pérez

@CharoABCToros

No la busquen porque no la encontrarán. Ni en vídeos ni en crónicas de cierres acelerados. No volverá a escribirse en todo San Isidro una faena de tanta genialidad. De principio a fin. Bienaventurados los 34.000 ojos que la vieron, la escucharon y la sintieron en el templo de la Fiesta. «¿Pero usted es capaz de contar tan deprisa lo que aquí se ha vivido?», me preguntó un vecino mientras curioseaba mis letras en el ordenador, con los dedos tecleando a una velocidad que no merecía esa obra de tan descomunal inspiración y cocinada a fuego lento. «Se hará lo que se pueda», le respondí. «Eso dijo Belmonte cuando Valle-Inclán le soltó que solo le faltaba morir en la plaza», añadió el amable lector, devoto de Chaves Nogales. Tal vez allí se hallaba el tronco de aquella bendita locura: dolía por momentos ver torear a Antonio Ferrera, como cuentan que dolía ver al Pasmo de Triana. Escuchábamos su toreo en todos los rincones de Las Ventas, en el sol y en la sombra. Tan desnudo en la creación de su vida, tan abandonado y ralentizado, sin prisas, porque al único lugar al que el pacense quería llegar era a sí mismo. Esa fue la clave de aquella pieza de emociones desatadas y despojada de ayuda, situada en la arena a dos metros de esa montera con la que había brindado al Más Allá rodilla en tierra. Fernando Domecq, el ganadero de la «Z» de la bravura, siempre en el recuerdo. «Desde su barrera del cielo seguro que sonríe al ver este hito», comentó Luisito, amigo del criador de Zalduendo, hoy en manos de Alberto Baillères, «encantado con el debut» y orgulloso del serio «Bonito», que así se llamaba un primero que rindió honores a la divisa de luto.

El toro de uno de los hombres más ricos de México, con excelencias en su infinita clase, propició la faena de mayor riqueza espiritual de la feria. Sobre el ruedo, el alma de Ferrera deletreaba los misterios del arte. «¡Viva Extremadura!», gritaron mientras el genio, de verde dehesa y oro, transmitía los secretos del temple a corazón abierto: «¡Viva la madre que te parió!», exclamaron cuando cinceló el natural de los naturales. Tras esa voz irrespetuosa que es «el pan nuestro de cada día» cuando un torero se perfila en la hora final, Ferrera, generoso siempre con «Bonito», optó por la distancia kilométrica en la suerte de recibir. Y con la estocada hundida se adornó con otros zurdazos entre la arrebatadora pasión. La estocada se cayó, pero la petición del doble trofeo fue aplastante. Se sucedieron los gritos de «¡fuera del palco!» a Rafael Ruiz de Medina, que solo concedió una oreja. «¡Qué mal aficionado es usted!», murmuraban por los tendidos. La bronca fue monumental, aunque hubo tibias palmitas. «Bien, que esto no es Antequera», dijo un señor. «¿Pero qué sabrá usted, listillo? ¡Lo que ha hecho este torerazo es de Puerta Grande!», le replicaban otros. Y así era: de gloria absoluta. Por sentido y por sensibilidad.

Como la vida es sueño, este siguió en el rajadito pero «agradecido» cuarto. ¡Qué manera de torear! En el bajo del «8» un partidario se rompió literalmente la camisa y en la andanada aplaudían a rabiar la segunda parte de una laureada faena: dos orejas, «la segunda por el remordimiento de no dársela en el anterior», señaló Alfonsín. Poco importaban las peludas. Madrid vivió lo nunca visto. La lámpara de Aladino ni aparece ni se frota a diario.

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