Si las primeras páginas son un «shock», no se pierdan el resto, lleno de curvas, de esta carretera «Interestatal»
Una de las frases más citadas del escritor James Salter -cuya hija de veinticinco años murió en un accidente doméstico- es «Nunca he sido capaz de escribir sobre eso. Puede recitarse la muerte de reyes, pero no la de un hijo propio».
Sin embargo, Nathan Frey -protagonista de «Interestatal»- no puede dejar de recitar exactamente eso.
Y aquí vienen Frey y sus dos pequeñas hijas, por la autopista, de regreso a casa tras un fin de semana en Manhattan. Y de pronto se encienden los motores de un terremoto terrible que lo cambia todo para siempre. Lo que ocurre es algo tan incomprensible y monstruoso que el único consuelo que queda es contarlo y recontarlo, escribirlo y reescribirlo, una y otra vez. Del ánimo y resistencia del lector dependerá el acompañar a Frey y leerlo y releerlo.
Mientras lees te preguntas, entre lágrimas de dolor, cómo es posible que te estés riendo de todo eso
De atreverse y -superado el «shock» de las primeras páginas- seguir viaje, se habrá subido a uno de los libros indispensables de Stephen Dixon. Nacido en Nueva York en 1936, Dixon acelera y frena y vuelve a acelerar en «Interestatal»: una de esas Grandes Novelas Americanas (nominada al National Book Award en 1991) y una de esas contadas ocasiones en las que lo elegantemente experimental no está reñido con el sentimiento desgarrador y realista.
El Día de la Marmota
Aquí, el muy prolífico Dixon -escritor de escritores y maestro de la autoficción antes de que eso se pusiese de moda y a quien, como le gusta precisar, «The New Yorker» viene rechazando sus envíos desde hace más de medio siglo- combina a John Cheever con Nicholson Baker, a Thomas Bernhard con el Billy Pilgrim de Kurt Vonnegut, a Georges Perec con Donald Barthelme, el Día de la Marmota de Bill Murray con «Una noche de invierno un viajero», de Ítalo Calvino, a Kafka con Seinfeld y a Louie C. K. con Beckett.
Así, la primera de las ocho secciones -el aria que precede a las sucesivas siete variaciones- se lee, y se sufre, como una perfecta «nouvelle» que abarca décadas y condensa la totalidad del argumento. A continuación, Dixon –con su ojo clavado en un microscopio y el otro en un telescopio- irá y volverá y alterará. Así hasta alcanzar el más feliz de los finales, que, sospechamos, no es nada más que un mecanismo de defensa o una orden de «Al ataque».
Absolutamente todo
A diferencia de Salter, Dixon escribe mucho sobre algo que no conoce en carne propia. Pero en lo que sí parece ser todo un experto es en el convencimiento de que en cuestión de segundos puede salir tu número y tu nombre en la lotería de la catástrofe. En este sentido, «Interestatal» es un libro más que generoso: da y da y da y no deja de dar miedo.
«Interestatal» lleva en su ADN los genes de otra incontestable obra maestra de la literatura norteamericana, otra novela con padre enloquecido por su entorno y enloquecedor por sus obsesiones, otra cumbre del micro-macro: «Algo ha pasado», de Joseph «Trampa-22» Heller. Pero donde el ácido Bob Slocum de Heller, buscando extraviarse en desvíos y caminos secundarios, es incapaz hasta la última página de decirse y decirnos qué fue eso que pasó, el dulce Frey de Dixon no duda en contarlo absolutamente todo. Y, sí, Frey también es muy pero que muy gracioso. Con fraseo y dicción de un oscurísimo «stand-up comedian» trasnochado que, de pronto, provoca que te preguntes, entre lágrimas de dolor, cómo es posible que te estés riendo de todo eso.
Así que, mejor, pedirle un chiste de reyes y no de hijos.