Las puertas del infierno quedan oficialmente abiertas en la segunda temporada de «Narcos», que ya se puede ver en Netflix. Los nuevos capítulos completan un retrato implacable de Pablo Escobar y un relato apasionante sobre su caza
Hay dos escenas prodigiosas sobre el declive de Pablo Escobar en la segunda temporada de «Narcos». El primer gran momento del nuevo chute de diez capítulos, administrados de golpe por Netflix (un peligro evidente para clientes propensos a engancharse), nos muestra al protagonista quemando fajos de billetes en la chimenea. Su hijita necesita calor y en el refugio de turno apenas queda nada. La bestia acorralada, con las puertas del infierno oficialmente abiertas, improvisa soluciones. La imagen es una parábola perfecta sobre el valor de las cosas. El hombre que tanto hizo por devaluar la vida acaba por rendirse a la evidencia: lo que se puede comprar con dinero no vale nada. La plata se consume en el fuego y el plomo ya no le alcanza.
La segunda escena imprescindible incluye unos diálogos susurrados por Shakespeare, con un Wagner Moura barbado en el que cabría distinguir a Orson Welles. Escobar visita a su padre por un asunto «muy importante». No hay amor ni emoción en el reencuentro, sino la búsqueda desesperada de aprobación o, cuando menos, de reconocimiento. La mirada de Pablo evoca a la de Cal (James Dean) en «Al Este del Edén», cuando intenta comprar el corazón de su padre, ciego ante el esfuerzo. El Escobar viejo comprende mejor y al espectador actual le sobran las explicaciones, por lo que no necesitamos a Julie Harris, como en la película de Elia Kazan, para que recuerde lo duro que es crecer sin el amor paterno, «lo peor del mundo». El asesino, que llegó a ser uno de los más ricos del mundo y conocido en la Casa Blanca, tenía esa espina clavada.
Hilando fino
García Márquez y el realismo mágico, presentes en cualquier obra que transcurra en Colombia, son citados de forma expresa hacia el final. De forma más sutil, Pablo Escobar rinde homenaje al Nobel cuando se presenta por primera vez a su abogado (increíble el parecido entre Bruno Bichir y Gonzalo de Castro, por cierto): «No soy rico- soy un pobre hombre con dinero».
La segunda temporada de «Narcos» corrobora lo fino que hilan sus creadores, ambiciosos pero no grandilocuentes. Entre «The Wire» y «Breaking Bad», a las que mira de frente, la serie se adapta a cada situación, al ritmo del abanico musical. Puede ser despiadada y tierna, lanzarse por los callejones de Medellín o mantener la calma. Se desenvuelve con idéntica soltura en el palacio presidencial y entre las putas. Hay personajes ilustrados y, bajo el mismo techo, sicarios que preguntan: «Nelson Mandela… ¿-quién es ese verraco, patrón?».
Pablo Escobar rinde homenaje a García Márquez al presentarse a su abogado: «No soy rico- soy un pobre hombre con dinero»
Todo el elenco es irreprochable, pero es de justicia destacar el trabajo de los agentes de la DEA (Pedro Pascal y Boyd Holbrook), de Paulina Gaitán como la Tata, de la otra Paulina (García) en su doble papel de madre y suegra. No impresionan menos las apariciones de Eric Lange como taimado agente de la CIA, de un Alberto Amman que habla tan bien el colombiano que lo entendemos tan mal como a los otros, Martina García, los Pepes, el Limón, Raúl Méndez como presidente Gaviria, Cristina Umaña en la piel de la pérfida Judy Moncada, el coronel Carrillo y su sucesor Martínez, hijo incluido&hellip- La lista es abrumadora y, sin embargo, los guiones no dejan que el espectador se pierda en la maraña de nombres y personajes.
Más confuso resulta el lenguaje, algo paradójico cuando el castellano está por delante del inglés. Siempre queda el recurso de los subtítulos para sordos.
Carisma con defectos
Otro aspecto ejemplar es el equilibrio moral. Al contrario que en «El Padrino» (la inspiración real es «Uno de los nuestros», desde la voz en «off»), el público no desea la victoria del protagonista. El punto de vista de los captores ayuda a evitar la idealización. El carisma no se esconde, pero tampoco los defectos: crueldad infinita, ego sin medida, un hijo zangolotino, incapacidad de encajar las críticas, necesidad de adoración constante y fidelidad insana… Sus ayudantes, por otro lado, carecen de glamur. El propio Pablo viste de saldo ochentero. Tampoco se llega al otro extremo, el distanciamiento gélido de «Gomorra» y sus mafiosos de extrarradio.
En el otro lado, los apuntes de alta política no son implacables. Las tentaciones del poder, el patriotismo como alfombra, los manejos maquiavélicos de la CIA, las guerras sucias y la corrupción comprensible de quien se sabe carne de cañón. No es preciso ni cursar denuncia. La serie de Carlo Bernard, Chris Brancato, Doug Miro, José Padilha y tantos otros es un prontuario sutil de virtudes que abarca todos los campos. Incluso el de fútbol. El aficionado sonreirá al ver la parada de escorpión de Higuita o recordará estremecido el asesinato del otro Escobar, Andrés, quien al contrario que nuestro Iniesta metió un gol en propia puerta, justo contra Estados Unidos. Uno más al que se le llegó la noche antes de tiempo.