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Mas, Puigdemont y el precipicio del «procés»: tres años para fracasar

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Mas «unge» a Puigdemont con la medalla de «president», en enero de 2016 – EFE / Vídeo: El Supremo insta al Ministerio de Interior a que traslade a los presos del «procés» a Madrid

Se cumplen tres años de la renuncia de Mas y la investidura de Puigdemont, cuando el independentismo decidió ponerse la soga

De manera oficiosa se señala la manifestación de la Diada de 2012 como el punto de ignición del proceso soberanista, y la declaración unilateral de independencia de octubre de 2017 y consiguiente aplicación del artículo 155 como la de su colapso. Entre una y otra fecha, una cabalgata de «días históricos»: elecciones pretendidamente plebiscitarias, referéndums, jornadas parlamentarias para el sonrojo y una permanente sensación de huida a ninguna parte.

De entre todas las jornadas vividas, probablemente la más decisiva, la que ha determinado el final, entre bufo y trágico, que está teniendo el «procés», fue la del 10 de enero de 2016, de la que esta semana se ha cumplido el tercer aniversario. Ese día, el líder del soberanismo, el mesías de los brazos abiertos que debía conducir Cataluña a la independendencia, daba un «paso al lado» después de que sus socios de la CUP le lanzasen a la «papelera de la historia». Artur Mas cedía el testigo al entonces alcalde de Gerona Carles Puigdemont, en una decisión in extremis, a falta de minutos para vencer el plazo, con lo que se evitaba la convocatoria de nuevas elecciones después de que en las anteriores (27 de septiembre), las llamadas «plebiscitarias», la coalición formada por CDC y ERC (Junts pel Sí) quedase a merced de la CUP.

¿Acelerar o recular?

Como en los días decisivos de octubre de 2017, cuando el independentismo se debatió entre la convocatoria electoral y seguir adelante con la DUI, en enero de 2016 sucedió otro tanto. Entre la posibilidad de recular y aceptar unas nuevas elecciones, y la opción de acelerar el procés y abrazarse a los antisistema, el soberanismo tomó este último camino. Las consecuencias son conocidas.

Para Rafael Arenas, profesor de Derecho en la Universidad Autónoma de Barcelona, el tránsito de Mas a Puigdemont significó «el final de la autonomía catalana». «Artur Mas había desobedecido al Tribunal Constitucional y desafiado al Estado, pero aún pretendía hacerlo sin romper formalmente con el marco institucional vigente. Puigdemont, en cambio, hizo patente desde su toma de posesión que ya no se consideraba una autoridad autonómica, sino investido de una legitimidad específicamente “catalana” en el sentido que los nacionalistas dan a este término».

La secuencia de los acontecimientos durante las semanas previas a la renuncia de Mas ya anticipaba el drama que vendría a continuación. Tras dos meses de frenéticas negociaciones, el Consejo Político de la CUP decidía el 3 de enero que no apoyaría la investidura de Artur Mas. La decisión fracturaba a la CUP –una semana antes se había producido un estrambótico empate a 1.515 votos en la asamblea convocada para decidir–, y ponía a Mas en la tesitura de aceptar su renuncia o rechazar el chantaje y convocar nuevas elecciones.

En los días siguientes, y como efecto del órdago «cupero», llegó a cuajar la idea, aceptada casi con alivio por el secesionismo más pragmático, de que era mejor no casarse con la CUP y aceptar unas nuevas elecciones que previsiblemente debían conducir a una «relajación» del proceso soberanista. La víspera del día de Reyes, Artur Mas convocaba una rueda de prensa para proclamar que la presidencia de la Generalitat no era «una subasta de pescado». Apelando a la «dignidad» del cargo y de la institución, Mas señaló que no estaba dispuesto a someterse al chantaje de una CUP que exigía su retirada y otro nombre sobre la mesa para apoyar la investidura.

Tras confirmar que en los días siguientes firmaría el decreto de convocatoria de las elecciones, Mas, por momentos, parecía dispuesto a asumir que el «procés» necesitaba un cambio de rumbo. «Junts pel Sí ha hecho tantos ofrecimientos que ya no puede hacer más. Este es un camino sin fin. No tiene sentido», apuntaba Mas tras repasar todas las concesiones y ofrecimientos que se hicieron a la CUP en esas semanas: presidencia coral, moción de confianza en otoño, hoja de ruta rupturista, plan de choque social… y, sobre todo, una declaración de «inicio del proceso» (9 de noviembre del 2015) –tumbada por el TC– que en CDC ya se asumía en ese momento que fue un gravísimo error.

Mas, en lo que fue un desnudo político en toda regla, asumiendo errores propios, reconocía que dicha declaración –que consagraba la vía unilateral, instaba a la desobediencia y no reconocía más soberanía que la del Parlament– había sido una equivocación catastrófica. «Se aprobó antes de formarse el gobierno porque la CUP lo exigió, pero lo admitimos para ablandar el terreno para conseguir un acuerdo», reconoció Mas. «La CUP ha antepuesto su espíritu revolucionario a la independencia», zanjaba.

Miedo al ridículo

Desde la distancia, y de manera tan dramática como impostada, en una constante de los últimos años, Oriol Junqueras (ERC) pedía no cerrar el diálogo para evitar unos comicios que, se admitía, iban a suponer un correctivo para los partidos independentistas. De nuevo, el miedo a aparecer ante el secesionismo más «hiperventilado» como los responsables de embarrancar el «procés».

En los días siguientes, el miedo se apoderó de los dirigentes independentistas, asumiendo que el ridículo y la censura llegaban casi con más fuerza desde sus propias filas que desde el constiucionalismo. En los días sucesivos, la presión sobre los partidos para llegar a un acuerdo iba creciendo, y ya desde las entidades se cruzaba la línea roja y se comenzaba a señalar a Mas como una pieza sacrificable. La presión surtió efecto. «Tomo la decisión, dolorosa en lo político y en lo persona, de dar un paso al lado», anunciaba Mas un día antes de que venciese el plazo legal, añadiendo que desde ese día iba a consagrarse a difundir el anhelo independentista en el extranjero y a refundar CDC. No hace falta valorar el éxito de su cometido.

La cabeza de Artur Mas

Carles Puigdemont sería su relevo en base a un acuerdo con la CUP que obligaba a los antisistema a garantizar la estabilidad parlamentaria –acuerdo que incumplieron a la primera de cambio con los primeros Presupuestos– y consagraba la declaración unilateralista del 9 de noviembre como el eje de una legislatura que en ese momento debía durar 18 meses. «Olvidando que tuvo que usar un helicóptero para acceder al Parlament, cercado por una multitud embravecida, Artur Mas ofreció su cabeza a la CUP y sus secuaces en bandeja de plata a fin de que un desconocido fuera de su entorno íntimo, Carles Puigdemont, fuera investido in extremis como President de la Generalitat», recuerda Teresa Freixes, catedrática de Derecho Constitucional en la UAB.

Al día siguiente, 10 de enero, en la sesión de investidura, la intervención de Puigdemont dejó claro que el «procés» entraba en una fase de aceleración. «No es época de cobardes, ni para temerosos ni para los flojos de piernas», apuntaba Puigdemont tirando de épica. Por si alguien dudaba, Puigdemont remachó: «Los compromisos permanecen inalterables, pero soy consciente de que el camino no es fácil. No pondremos temeridad, pero tampoco renuncias». Como se vio en el año y nueve meses que estuvo en el cargo, faltó por completo a su palabra. Renunció a cualquier atisbo de proceder democrático y fue tan temerario que ahora gasta sus días en Waterloo y parte de su gobierno sigue entre rejas a la espera de juicio.

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