
La capital es una ciudad que se reinventa cada vez que una cámara de cine la graba. Capaz de ser costumbrista y apocalíptica, alienante y festiva, domesticada y feroz, Madrid es distinta e inconfundible en cada película
La ciudad es un invento moderno, relativamente moderno, que contiene un poder de persuasión capaz de hipnotizar al más descreído. No digamos ya el cine, otro dispositivo de nuestro tiempo que tiene la capacidad de paralizar, emular y proyectar un reino de sombras totalmente vigente. Cine y ciudad se dan la mano desde el principio, y el concepto de lo urbano se hace luz y materia, huella y forma, en «Salida de los obreros de la fábrica Lumière» (1895). La vida moderna y el nervio coloreado de las grandes urbes encuentran su dicha en las imágenes en movimiento: París luce en los techos de René Clair– Nueva York atardece de manera magistral en el «Manhattan» de Woody Allen– allí donde desemboca Roma, Pasolini crucifica a sus personajes. Pero, ¿y Madrid? ¿Quién se atreve con Madrid?
Es obvio que Galdós prefiere el lápiz- que Gómez de la Serna conquista la ciudad a base de retorcer palabras- o que Gutiérrez Solana implanta la máscara como grotesco semblante de calles y plazas. Pero el cinematógrafo, lejos de lo que pudiéramos imaginar, también ha mantenido un idilio magnético con este Madrid escurridizo. Veamos, lo que uno quiere decir es que Madrid también es, por derecho propio, una ciudad de cine. La ciudad, infinita en ese término tan castizo que la explica a la perfección (los madriles), es un gran decorado, un espacio físico tan contradictorio como decisivo. Nuestra cinematografía –dejemos las discusiones bizantinas acerca del cine español para otro momento– se ha aliado con el carácter multiforme de esta Villa y Corte, que ahora sobrevive entre ecos y realidades virtuales, parada privilegiada de movidones y «pokemons», buscando una nueva definición para este siglo aparentemente tan líquido.
Noches y verbenas
Paco Umbral, cuya Olivetti parió Madrid miles de veces, acertaba al decir que esta ciudad, al ser filmada, se inventaba a sí misma cada día. La ciudad fílmica, construida con la superposición de metáforas visuales, eleva el espacio urbano a pura narración. Allí donde nace una calle brotan mil historias diferentes. Es evidente: hay un Madrid para cada público. Solo hay que buscarlo. El sainete y lo popular hacen su aparición en cintas de temprana edad: «¡-Viva Madrid que es mi pueblo!» (1928) y «El misterio de la Puerta del Sol» (1929). Pero el costumbrismo, que es nuestro acerado destino, sigue presente en propuestas más cercanas y canallas como «Bajarse al moro» (1988) y «La comunidad» (2000), o incluso en aquel primer «Torrente» (1998), cocinado por Segura a fuego lento en aceite de gallinejas. Existe un Madrid festivo y alegre, de lisonja y movidón, que nos hace pasar de «La verbena de la Paloma» (1935) al jaleo marrullero de «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?» (1978). También por estos lares reside el diablo: Álex de la Iglesia configura en «El día de la bestia» (1995) un Madrid apocalíptico y macarra- entre calimocho y litrona, una pequeña invocación.
Como pervive la noche madrileña –siempre dispuesta y ansiada– en cada cinta primeriza de Pedro Almodóvar. Bajo las órdenes del director manchego, Madrid es un eterno deseo, un laberinto atropellado, un ataque de histeria en hora punta. Tras su incursión monacal en «Entre tinieblas» (1983), Almodóvar se da de bruces con esta ciudad a través de la estilización poética del espacio en «¿Qué he hecho yo para merecer esto?» (1984). El final de esta cinta, con una enorme Carmen Maura interpretando a Gloria, una desdichada ama de casa desamparada y frágil, emparenta con lo mejor de nuestro cine que, curiosamente, también ha elegido centrarse en Madrid. Es curioso como Almodóvar consigue el mejor juego de espejos de la ciudad recurriendo a un «skyline» efectista y perfecto– en «Mujeres al borde de un ataque de nervios» (1988), desde la azotea de Pepa (otra vez Carmen Maura), Madrid es una fiera domesticada, un horizonte esperanzado. Lo contrario que el Madrid que arroja Iván Zulueta en «Arrebato» (1979): la ciudad es un complejo mecanismo para curar el mono, apenas apreciamos la plaza de los Cubos con las persianas bajadas.
Bajo las órdenes de Almodóvar, Madrid es un eterno deseo, un laberinto atropellado
Con todo, esta ciudad, en ocasiones, mal que nos pese, se revela como una tristísima fábula moral en obras como «Surcos» (1951) y «El inquilino» (1957), dos de las mejores cintas de Nieves Conde– o en esos otros retratos de trazo grueso, que levantan pesos pesados de nuestro cine (Azcona, Ferreri, Berlanga). En «Esa pareja feliz» (1951), como en «El pisito» (1959), Madrid es terreno abonado para la desgana. La ciudad, que tanto promociona la juventud, es también un espacio repleto de espinas, de mala leche enconada– aquellos que sueñan con un futuro mejor, mientras pelean por llevarse la última aceituna del plato, se tienen que conformar con un piso interior derecha sin ascensor. Grotesco es el personaje de Fernando Fernán Gómez en «El mundo sigue» (1963), obra maltrecha y olvidada –hasta hace bien poco–, rodada en el barrio de Maravillas, y que refleja la bajeza moral, hasta el delirio patético, de eso que se hace llamar «la vida cotidiana».
Luego está la ciudad como zona de recreo, de iniciación a la vida: los jóvenes descubren en Madrid los peligros amargos de hacerse adulto. Saura lo demuestra en «Los golfos» (1959)- Ferreri en «Los chicos» (1959)- García Ruiz en «Mensaka» (1998), o, más recientemente, Daniel Guzmán en «A cambio de nada» (2015). El Kronen es una estufa de butano (que diría el otro), y a las inmediaciones de Atocha siguen llegando buscavidas, con sus flamantes «trolleys» con ruedas armando bulla, repitiéndose mentalmente aquello de que, quizá, ya veremos, la ciudad no es para mí.
Es cierto, vivimos con más gigas, cualquier botón nos traslada a otro mundo en cuestión de segundos, existe el cocido vegano&hellip– pero deambular por las calles de Madrid sigue siendo un perfecto ejercicio de geometría e inteligencia. Allí donde un personaje se deja caer, allí el buen director comienza a rodar. Los cielos de la capital despuntan en «Madrid» (1987), ese poema de Basilio Martín Patino a la ciudad- como la Gran Vía, bajo la lupa nostálgica de Garci, se convierte en propiedad de ásperos detectives que fuman mucho y beben más. Pero Madrid también ha sido trinchera y sangre, hija del deshonor: las costuras de la Guerra Civil asoman por «Carne de fieras» (1936), esa condenada rareza de nuestro cine.
Sin retórica
Por la calle se marcha a la verbena, pero también a depositar el voto en una urna electoral. La calle es espacio de encuentros fortuitos, de destinos implacables propios de un guionista apellidado Vermut. La calle como escaparate de idearios, de todos los signos, de todas las formas, venturosos progresistas, demócratas convencidos, represores del régimen. En la calle se trapichea con la verborrea cañí («Los tramposos», 1959), se pide la voluntad bajo un tecnicolor del carajo («Las chicas de la Cruz Roja», 1958), o se comete un atraco bastante torpe con la hormona acelerada («Navajeros», 1980). Afortunadamente para nosotros, espectadores, los espacios cotidianos de Madrid se comunican sin una carga excesiva de retórica. El espectador que observa la imagen de un espacio familiar de la ciudad se siente partícipe, desde un primer momento, del mundo simbólico que propone la película.
En fin, irremediablemente Madrid quiere convertirse en cine, que no nos cuenten lo contrario. Es posible que la única manera de entender a esta ciudad sea a través de la gran pantalla: allí donde Fernán Gómez cabalga a lomos de su caballo por una Gran Vía atestada de coches, bajo las ordenes de un caprichoso Neville, o bien sorteando esquinas y cafés, cines y restaurantes chinos, bajo el refugio atómico del Cine Doré, en las cintas de Jonás Trueba.
Uno decía sentirse dichoso cuando al salir del cine, abriendo y cerrando los ojos bobamente para quitarse lo oscuro de encima, se tropezaba cara a cara con la ciudad, se daba de bruces con Madrid.
