La Royal Academy de Londres presenta «82 retratos y un bodegón», el último punto de fuga de David Hockney. Un proyecto que revitaliza dos de los géneros «dados por muertos» en pintura
Las tres salas de la Royal Academy que albergan los 82 retratos y un único bodegón pintados por David Hockney en los últimos dos años y medio, a punto de cumplir 80 años, destilan algo parecido a la sensación que se vive en una parada de metro a hora punta: algo de masa humana, de murmullo y, sobre todo, de mucha electricidad vital. Son tres salas estrechas, sin ventilación natural, cubiertas por una bóveda demasiado presente, y cuando uno se abstrae, surge un diálogo peculiar entre el público y los personajes que Hockney presenta. Algo parecido a un teatro viviente.
Son retratos de cuerpo entero, colgados, más bien comprimidos, uno al lado de otro, a escaso medio metro del suelo. Nuestros ojos quedan a la altura de sus labios. Todos tienen las mismas dimensiones, el mismo tiempo de posado: dos días y medio, o lo que él llama en términos fotográficos «una exposición de 20 horas». Y responden a idénticas coordenadas: todos los modelos están sentados en la misma silla, sobre el mismo estrado, con una cortina azul detrás. Sólo cambian la manera de sentarse y la vestimenta. Variaciones sobre el mismo tema. Y las caras, en un rosa y violeta no carnal, presentan a unos personajes a punto de estallar, víctimas de lo que parece una presión arterial demasiado alta. Todos vienen de un continente donde la luz es distinta. La luz blanca de California. Porque, a distancia, los cuadros resultan tan brillantes que podrían haber sido pintados sobre una pantalla de plasma. El arte a veces emite luz.
La fragilidad de la vida
En la primavera de 2013 y, por primera vez en su vida, Hockney (Bradford, 1937) deja de pintar. Son meses también de silencio. Entre su pequeño, casi familiar, equipo de trabajo parece difícil remontar del suicidio en el estudio del pintor de Dominic Elliott. Hockney decide salir de Inglaterra hacia su casa de Los Ángeles. Y es allí donde, el 13 de julio, pinta por sorpresa a Jean Pierre Gonçalves de Lima (J-P), su fiel asistente. En los colores alegres y saturados que lo caracterizan, este cuadro, sin embargo, retrata la fragilidad de la vida, el duelo y es, quizás, un autorretrato del estado de ánimo del artista. Conscientemente o no, Hockney rescata del fondo de nuestra memoria aquel retrato de Van Gogh, «Sorrowing Old Man», ese anciano tan triste, en idéntica postura.
El «Retrato de J-P», cargado de fuerza en sí mismo, podría haber sido el único, aislado en su mensaje. Pero las respuestas de Hockney son siempre inesperadas y a este cuadro le siguen más. El pintor alumbra un nuevo proyecto. Gira desde los enormes paisajes de Yorkshire de su exposición en 2012, hacia un lado más íntimo. Es el Hockney incansable. En la era del «selfie», de Instagram y de los retratos robados a la vida a través de móviles y tabletas de los que él mismo se nutre, el más importante de los pintores vivos se detiene y reivindica los dos géneros de la pintura tradicional tocados de muerte: el bodegón, con un banco y unas frutas que Hockney ideó una mañana en la que su modelo faltó a la cita y, sobre todo, el retrato, puesto en duda desde la abstracción a principios del siglo XX.
Además de ser un prodigio del dibujo, Hockney piensa y compone desde un ángulo cromático
En esta nueva serie todos son amigos, familiares o ayudantes– ninguno de ellos es un encargo- no son independientes, ni están hechos para dispersarse, vender o regalar. Son los componentes de una declaración creativa única, una profesión de fe no solo en favor del retrato, sino de la pintura en sí misma. Detrás de estos 82 retratos subyace un análisis en la psicología humana.
Hockney tiene una inclinación por la lectura densa. Por aquel entonces andaba inmerso en Balzac y su «Comedia humana». La secuencia de retratos en su cabeza venía a ser un estudio visual de la humanidad equivalente al proyecto literario del escritor. Hockney no será nunca un lector de libros ligeros: «La lectura no es un pasatiempo para mí».
Urgencia por pintar
Cree que el ser humano desde que es niño tiene urgencia por pintar. Pintar está en nuestras raíces más profundas, de la misma manera que lo están nuestros sentidos. Él lo hacía porque estaba fascinado por el mundo que lo rodeaba. Y todavía sigue. Se fija en los paisajes abiertos, en el agua, en un bosque impenetrable, en las personas, en las plantas… Pero su inquietud real es la de poder reflejar todo lo que ve en un conjunto de líneas, puntos y manchas de color. ¿-Cómo se puede trasladar una experiencia visual, un amanecer, algo que engloba un tiempo fugaz, unos volúmenes, el aire, el vapor del agua o las variaciones de luz en un lienzo? ¿-Cómo se comprime todo eso en la superficie plana? Hace tiempo describió esta inmersión en el proceso creativo: «Poder reducir las cosas a una línea es lo más difícil».
Además de ser un prodigio del dibujo, Hockney piensa y compone también desde un ángulo cromático. Es un admirador de Piero de la Francesca y de Fra Angelico. No es un dato menor. Hay mucho de los pintores florentinos del siglo XV en el inglés.
Lenguaje no verbal
Para esta serie, Hockney usó una nueva marca de acrílicos que J-P le descubrió y que ofrecía dos posibilidades útiles: las ventajas de la acuarela –rapidez, espontaneidad y transparencia–, y también las del óleo: trabajar en capas superpuestas, permitiéndole volver cuantas veces le era necesario.
«Dentro de Hockney hay una fuerza interior que le impulsa a pintar», dice J-P mientras graba una nueva sesión de posado: del lienzo y, tras solo 30 minutos de dibujo a carboncillo, va surgiendo el perfil de Rufus, el hijo de Tacita Dean, único niño de esta exposición. Hockey lleva sordo algunos años, pero es un conversador incansable, contagioso. No poder oír bien hace que el escrutinio en los gestos y en el lenguaje corporal de sus modelos sea total. Por eso, cuando dibuja, prefiere hacerlo en un silencio casi absoluto. Hockney busca estar a la misma altura que la cara del modelo evitando así ver los rostros desde abajo, lo que le impide ver los ojos al completo. Después vendrán las manos, decisivas para el pintor: «Creo que la piel de las manos nos lleva a la piel de la cara». En un momento dado, se apartará del caballete para rozar el ante de los zapatos del niño, como analizando su textura. Y, erudito en Historia del Arte, volverá a abstraerse en su silencio y viajará por sus pensamientos en el arte oriental. Allí no existen las sombras y las historias de los cuadros se cuentan a través de distintos puntos de fuga. Volverá a los pies de Rufus. Fue él quien dijo: «Una sombra es solo la ausencia de luz».