El torero de Salteras cuaja una gran faena e indulta un bravo toro de Adolfo
Y llegó la tormenta perfecta, la de El Cid y «Madroñito». Manuel Jesús toreó como en sus mejores tiempos, como sabe, con ese don de la pureza y bajo los cánones del bien torear, que no es lo mismo que pegar pases. El torero de Salteras los esculpió, con la tela adelantada, la verdad en el cite y el temple por bandera. Un placer para los sentidos. Y qué gozada el toro de Adolfo, cárdeno bragado como la jornada de sirimiri, cumpliéndose aquella máxima de que el ganado embiste mejor los días de lluvia. ¡-Cómo fue «Madroñito»! Bravo y noble, humillando con ritmo, calidad y codicia- por momentos, con emotividad a la mexicana.
El Cid, que había entrado por la vía de la sustitución —en el lugar del convaleciente Manuel Escribano— para abrir plaza a las dos figuras extremeñas, se llevó de calle el broche de feria con este primer toro, herrado con el número 2 y de 511 kilos. El sevillano se había gustado en los lances del saludo, con hasta tres medias arrebujadas, donde ya se vio la clase del adolfo, que acudió luego dos veces al caballo. Brindó al público y se puso a torear sin probaturas. La tanda diestra inicial ya tuvo importancia y marcó el camino. Otra más con la mano de escribir, pero fue sobre la zurda por donde dejaría luego naturales con una impronta de otro tiempo, con la pata p’alante y alargando con hondura el profundo viaje. Dorada izquierda, con el trapo barriendo la negra arena, la trincherilla, ese desdén con sello propio para salir de la cara del excelente adolfo, que lo quería por abajo. Fabuloso toreo y variedad, con dos afarolados, el muletazo rodilla en tierra, un pase de pecho kilométrico… Y la maravilla de unos doblones que rezumaron torería antigua y que hubiesen firmado los mismísimos Antonios, Bienvenida, Ordóñez o Chenel. Cuando se dirigió a por la espada, una voz pidió el indulto, una voz que fue luego un coro unánime, con los pañuelos flameando. Una locura. La faena de la resurrección de El Cid había incendiado hasta el mar en tarde de lluvia. Siguió toreando el sevillano, y el guapo «Madroñito», de estupenda reata, seguía embistiendo. Hasta que asomó el pañuelo naranja y el adolfo regresó a chiqueros en medio de una clamorosa ovación. Como apoteósica fue la vuelta al ruedo de El Cid. No importaban ya ni los trofeos, la plaza era un manicomio tras la borrachera de bravura y tauromaquia.
El cuarto no fue lo mismo, pero la figura de Salteras hizo un esfuerzo y extrajo muletazos sueltos de buen tono. Saludó una gran ovación.
El otro ejemplar del sexteto fue el quinto, que apuntó sus calidades desde el capote. Tras un soberbio par de banderillas de Curro Javier -el mejor del ciclo-, Miguel Ángel Perera brindó al público. Estupendo el prólogo por bajo de una faena notable, con muletazos de asentamiento y reunión, pero sin acabar de explosionar en los tendidos, con un «Chaparrito» de embestida casi adormecida por momentos. Pinchó y se esfumó el premio. Disposición con el anterior, que se dejó, pero en el ambiente continuaba aún el runrún de la tormenta perfecta…
Si la bien presentada corrida empezó con un «Madroñito», acabó con un adolfo de idéntico nombre, pero de muy distinta condición. Con más dificultades, a veces se revolvía rápido y se metía por dentro. Alejando Talavante, con un espectacular terno cargado de oro, se plantó con firmeza ante un animal con mansedumbre y con el que había que estar listo. Se rajó enseguida y se complicó la cosa con el acero. No tuve suerte el pacense, con naturalidad y por encima del peor lote, pues el tercero —que brindó al ganadero— andaba muy justo de raza, aunque iba y venía. Para colmo, tras la estocada saltaron dos antitaurinos con sus manidas proclamas animalistas. Perdón, antianimalistas. Un carajo les importó que un toro volviera a la libertad de la dehesa en una tarde de gloria para El Cid y la Fiesta brava.