Banksy entra de forma retrospectiva en el Palacio Cipolla de Roma. Esa exposición nos permite un viaje único: conocer parte de su enigma sin tener que peregrinar desde Israel hasta Nueva Orleans. Pero la fugacidad de su arte pierde frescura y magia
¿-Estamos ante lo que podría llamarse la retrospectiva de un artista desconocido? La Fundación Terzo Pilastro presenta en Roma la mayor exposición hasta la fecha de Banksy, la estrella sin rostro del «Street Art». Un seudónimo para un artista rebelde cuya obra incisiva, a veces irónica e irreverente interroga y denuncia aspectos políticos y sociales de nuestro tiempo. A pocos metros del Palacio Cipolla, sede de esta exposición, cuelga, en otro palacio de la Vía del Corso, el «Inocencio X» de Velázquez– imaginamos con ironía su mirada, más atónita que nunca, viendo desfilar las colas interminables delante del lienzo: 15.000 entradas vendidas en las dos primeras semanas. ¿-Qué pensará Velázquez de este grafitero que osó perfilar un Cristo parecido al suyo pero que en lugar de tener las manos atravesadas por clavos, éstas le sirven para sujetar bolsas repletas de regalos, caramelos y botellas de champán?
«Guerra, Capitalismo y Libertad» es el título de la muestra que engloba tres de los grandes asuntos sobre los que gira el discurso de este inventor de un diálogo nuevo, más astuto, inteligente y de doble filo: cualidades esenciales en la cultura de hoy. Sus lemas antimaterialistas, anticapitalistas y antisistema se propagan como la pólvora, sobre todo entre los jóvenes. Banksy es un grafitero pensante. Su campaña, masiva y sostenida, podría equipararse a la mejor estrategia de un servicio secreto. Entre los años 1992 y 1994 estaba en todos y cada uno de los sitios a los que su público miraba.
Mensaje molotov
Primera sala: primer golpe. De la misma manera que en «Love is in the Air (Flower Thrower)», ese emocionante grafiti de Banksy a lo «Discóbolo» de Mirón del siglo XXI, en el que un muchacho en plena revuelta, la cara tapada con un pañuelo y la visera vuelta hacia atrás, lanza lo que debería ser un cóctel molotov, y sin embargo es un ramo de flores… con idéntica fuerza, arranca esta exposición. Es un mensaje de Banksy como si fuera una botella de gasolina: «Me gusta creer que tengo las agallas suficientes para reivindicar anónimamente, en una democracia occidental, las cosas en las que nadie cree: paz, justicia y libertad». Después de esta frase sobre fondo negro vendrán unas 150 obras, datadas entre 1998 y 2011 y distribuidas en diez salas. Todas ellas pertenecen a colecciones privadas. Los comisarios han aclarado con rotundidad que Banksy nada tiene que ver con la organización de esta exposición.
Según la leyenda, Banksy nacido en Bristol, quizás en 1974, debe rondar los 40 años y acaba de casarse con una parlamentaria laborista. Le separan, por tanto, ocho y diez años de los otros dos revolucionarios de la esfera artística británica: Damien Hirst y Tracey Emin. El anonimato es probablemente la llave del éxito de Banksy. Pero la gran cuestión que se desprende de esta muestra y que ya quedó abierta tras la exposición de Bristol en 2009 es: ¿-Mutará definitivamente Banksy de ser el chico que pintaba callejones en ciudades de provincias del Reino Unido al pintor de lienzos que cuelgan en exposiciones de grandes museos europeos o en las galerías que frecuentan Tom Cruise, Cristina Aguilera o Angelina Jolie dispuestos a pagar cientos de miles de dólares por ellos? Arcoris Andipa, comisario de la exposición y el galerista griego afincado en Londres que más obras de este autor ha vendido, declara: «El éxito de Banksy está solo en la inteligencia del mensaje en su obra».
Resguardadas en un palacio, las obras de Banksy se quedan sin la fuerza que imprime un trozo de pared robada a la calle
Quizás antes de Banksy apenas existía la posibilidad de aceptar el grafiti como arte. Aún así, hoy en día, los límites son difusos. Nos sorprende la ausencia de libros en torno al arte urbano frente a la sobreabundancia de imágenes por lo general carentes de texto, colgadas en las webs de los artistas y en las redes sociales. Por eso conviene aclarar brevemente las dos tendencias del «Street Art»: grafiti y postgrafiti. El grafiti, surgido en Filadelfia en 1959, es la tradición extendida por Occidente a través de la cual ciertas bandas callejeras de jóvenes escriben sus apodos sistemáticamente sobre cualquier superficie de la ciudad utilizando siempre pintura en aerosol o rotuladores. Es su manera de marcar su territorio, la repetición de un nombre hasta el triunfo de hacerlo sobresalir entre los demás. En Nueva York, en la década de 1970, esta práctica se multiplica en los vagones del metro. Keith Haring lo describe así: «Llegué a Nueva York en un momento en que las pinturas más bellas que se exhibían sobre la ciudad iban sobre ruedas. Pinturas que viajaban hasta ti en vez de lo contrario».
Sin embargo el postgrafiti, al que pertenecen desde Basquiat a Banksy, es gráfico, rara vez textual. Son imágenes que involucran al viandante buscando el diálogo entre artista y espectador, una suerte de relación íntima en el espacio público. Le invitan a participar, a sorprenderse en cada esquina o pared en la que dejan su mensaje, su crítica, su autoría, pretenden que reconozcamos su estilo y nos enganchemos a él, nos dejan su huella. El postgrafiti surge de la confluencia del arte académico, principalmente del pop, con varias formas de cultura urbana: el grafiti, el punk o el «skate». Podría definirse como una autocampaña publicitaria en la que no existe una contrapartida económica y por tanto la libertad del artista es total. Los grafiteros suelen responder a un patrón estrecho: siempre varones, siempre jóvenes, en su mayoría estudiantes de diseño o de bellas artes y sustituyen el aerosol por las plantillas, las pegatinas y la pintura a mano alzada. Van vestidos, –más bien tapados– con la capucha de un jersey y sus zapatillas de deporte. Y todos ellos han crecido en la era de internet. Ese es su medio y su manera de inocular su arte por las arterias del mundo.
Guerrilla anulada
Toda obra de arte queda extrañamente desplazada si la arrancamos del lugar para el que fue concebida. Estamos en la ciudad de Caravaggio y ante «La vocación de San Mateo» que no nos llega igual desde la aproximación a la tenue luz en esquina de la Capilla Contarelli que desde la frialdad de un museo. Y es curioso porque este efecto en Banksy se multiplica de manera exponencial: en el palacio Cipolla sus cuadros, o litografías se quedan sin la fuerza que imprime un trozo de pared robada a la calle. Poco tienen que ver con la emoción del grafiti de la niña que pretende sobrevolar la franja de Gaza agarrada a un montón de globos o el Steve Jobs a lo inmigrante sirio pintado en Calais. Parte del gancho del arte urbano es su transitoriedad, la sensación de que el grafiti tiene solo el tiempo de vida que le concederán unos vándalos o la policía. Así, resguardada y reproducida en series, anula toda la magia de su fragilidad, de su factura en la nocturnidad, bajo la luz de una farola o en la inestabilidad del andamio. Ese era el debate interno al que Banksy nos forzaba. Grafiti es una forma de guerrilla. Es una manera de robar poder, territorio y gloria a un enemigo mejor equipado. Banksy una vez lo acuñó como «Una forma de venganza». Algo de todo esto se pierde bajo la protección de las bóvedas del palacio romano.
Se ha constatado que existen en el mundo más de 140 lugares en los que el grafitero ha dejado alguna de sus obras. Esta exposición nos permite un viaje único: conocer parte del enigma de Banksy sin tener que peregrinar desde Israel hasta Nueva Orleans.