Las nuevas exposiciones del DA2 de Salamanca no se han concebido como un «enfrentamiento» entre los dos artistas convocados: los jóvenes Andrea Canepa y Miguel Ángel Tornero. Pero los resultados basculan en favor de la primera
Toda carta llega a su destino, sobre todo si no ha sido enviada. Podríamos, de forma delirante, establecer una correspondencia entre esa idea lacaniana y la afirmación de Lezama Lima de que el único viaje sensato es el que se hace sin salir de casa. Las obras de Andrea Canepa (Lima, 1980) despliegan una suerte de «nomadismo temporal» que sedimenta un viaje que anticipa las utopías arquitectónicas del cine. O recorre, con una especie de nominalismo obsesivo, la distancia entre una serie de postales granadinas y los «destinos» a los que fueron enviadas.
Su impresionante pieza Todas las calles del año (2012-15) es un calendario con las fechas conmemorativas que completan el año y que dan nombre a distintas rúas en Latinoamérica. En la época de la «mirada Google», dibuja minuciosamente edificios y narra acontecimientos históricos que acaso sean un exorcismo de la política del olvido consensuado. El centro de una de las salas del DA2 de Salamanca está ocupado por una red de cables con las once variantes de enchufes que hay en un mundo pretendidamente global pero marcado por «diferencias energéticas». La comisaria de la exposición señala que estas obras nos transportan «a lo que los griegos llamaban &ldquo-ecúmene&rdquo- o zona del mundo conocido, una realidad que internet ha ensanchado hasta cubrirlo por completo, porque sin desplazarnos, a través de la Red, se puede acceder a cualquier territorio». Pero también puede ser que esa conectividad imponga el viaje a ninguna parte y lo que estamos sea impidiendo tanto un futuro diferente cuanto una iluminación o «correspondencia» justa en el presente conflictivo.
«Photophobia»
Por su parte, Miguel Ángel Tornero (Baeza, Jaén, 1978) parece que ha atravesado lo que Fontcuberta califica como «la furia de las imágenes», afectado de lo que él mismo llama «Photophobia». Alejado de aquellos fascinantes tableaux vivants, como la fotografía Pain Killers, con la que ganó el premio Grünenthal en 2011, lleva un tiempo derivando hacia lo instalativo y volviendo su imaginario extremadamente hermético. Utilizando, entre otros materiales, reflectores dorados y paneles plateados, o superficies acolchadas, dispone piezas que, aunque pretendan dar cuenta de la ceguera inevitable en el voyeurismo contemporáneo, no parece que transmitan otra cosa que vaciedad y falta de intensidad, como si todo se precipitara en la blandura de los elementos empleados.
No encuentro en estas obras tanto una «melancolía optimista» cuanto una fatiga de la imaginación, la cual termina por condensarse en una especie de «naturalezas muertas» en el peligroso filo del kitsch. Ciertamente, estamos «intoxicados» por el tsunami visual en tiempo continuo: el presente perpetuo de lo indiscriminado nos convierte en enfermos inconscientes de narcolepsia. Pero la presunta «promiscuidad» de estas imágenes no consigue otra cosa que funcionar como una alegoría desgastada, una traslación desafortunada e inane del estudio del artista al espacio neutralizante del museo en que la radiografía revela una artificialidad insustancial.
En las antípodas
El sedentarismo pseudo-caótico de Tornero contrasta con la excepcional movilización del pensamiento producida por Andrea Canepa. El muro de micro-vídeos de aquel, en el que, entre otras secuencias, encontramos las instrucciones para escapar del sofocante humo de un avión accidentado, está en las antípodas de la acción Tracking Number, de Canepa: una «bola de nieve» formada a partir de un sobre vacío que ella mandó en 2014 desde Marsella y que ha ido ampliándose mientras «viajaba» entre Europa, Asia, Oceanía o América. Atrapados ante las pantallas, como si deseáramos una sobredosis de «Tratamiento Ludovico», o tratando de encontrar nuevas rutas para narrar lo que «nos corresponde». El paquete de las cartas está detenido momentáneamente en Salamanca, y parece que su «mensaje original» está, literalmente, vacío.
Las cartas se alimentan de sombras y precisan de la distancia, introducían un poco de misterio en el mundo que hoy no es otra cosa que ejecutividad burocrática. Estos dos modos de «mapear» lo que (nos) pasa afrontan el sinsentido en trayectos diferentes: movilizándose para evitar que nos roben la carta o pasmado ante el reflejo desgarrado de un flujo visual desolador.