El Teatro Valle-Inclán de Madrid acoge «Los Gondra», en la que su autor, Borja Ortiz de Gondra, recorre cien años de la historia de su familia. Y del País Vasco en el que nació. Josep Maria Mestres nos sirve la pieza en un montaje exigente
Señala Borja Ortiz de Gondra que la elaboración de su última pieza, Los Gondra (una historia vasca), le ha dejado vacío, pues en ella volcó todo lo que le bullía en lo más profundo. Hasta tal punto que pensó que no podría volver a escribir hasta que por lo menos transcurrieran cinco años. Sin embargo, durante los ensayos de la obra, en la que también debuta como actor, le sucedió, comenta, algo tan hermoso como inesperado. Y que nos confiesa: «De pronto, me di cuenta de que no tendría ese periodo de sequía que me autopronosticaba. Vi que el germen de la siguiente obra ya se encuentra en el final de «Los Gondra». Mi próximo trabajo comenzará exactamente en su última escena. Ya tengo el título: «Los otros Gondra»». De momento, revela las claves de la que puede verse en el madrileño Teatro Valle-Inclán hasta el 19 de febrero.
¿Cómo se gestó la obra?
El 12 de mayo de 2015 cumplí 50 años. Y recordé lo que siempre me decía una persona muy cercana a mí, la profesora y gran traductora de teatro Carla Matteini, en el sentido de que, acercándome a la cincuentena, me animaba a que, al quedarme diez, quince… años de carrera, debía escribir piezas en las que estuviera directamente implicado. Ella sabía, porque me conocía muy bien, que yo había escrito sobre temas personales en varias de mis obras pero siempre trasladando los conflictos a los personajes. Me lanzó el reto de que me atreviese a quitarme la máscara y expresara mi verdad. Y, bueno, cuando uno cumple 50 años, hace balance, y piensa que, efectivamente, las oportunidades están contadas. Determiné que tenía que hurgar en esta herida familiar para entender qué es lo que había pasado, la razón de tantos secretos, enigmas que no se resolvían. Partí de una necesidad muy personal, y la obra nació de una manera muy íntima, pues empecé a escribirla sin saber ni siquiera si se llegaría a representar. Estaba claro que tenía que cubrir cien años de historia familiar, y, por ende, del propio País Vasco, y que sería un espectáculo coral y muy complejo. Para mi sorpresa, hablé con Ernesto Caballero, director del CDN, sobre el proyecto, y me dijo que le interesaba muchísimo. Le expliqué que era una pieza que atravesaría por lo menos cuatro épocas, con más de treinta personajes, y que en algunos momentos hablarían en euskera. «Te lo estoy poniendo imposible», le advertí. Y me contestó una cosa muy bella, que es de justicia subrayar: «En un centro dramático nacional se tienen que escuchar las voces de todos y es importante que se escuche esta».
«Decidí que tenía que hurgar en las heridas familiares para entender qué había pasado»
¿En la indagación recurrió sobre todo a la memoria oral de su familia?
En casa de mis abuelos había un armario, el armario de Cuba lo llamábamos, que sabíamos había pertenecido a unos antepasados que emigraron a la isla caribeña después de las guerras carlistas y volvieron a España en 1898. En la familia había todo tipo de versiones sobre el motivo de la marcha a Cuba y del regreso. Y sobre qué escondía ese armario, que una tía mía heredó y vendió. Me desplacé a Cuba, y allí trabajé con un historiador para tratar de encontrar aquella famosa mansión de la que tenía noticias. Pero no hallé huellas, y mi familia contaba historias muy contradictorias. Tiré del hilo entrevistando a familiares, no sin resistencias, lo que me llevaba a considerar que había algún secreto inconfesable. Especialmente, comprobé que cíclicamente se repetía el mismo patrón en cuanto que había dos hermanos en la familia que por circunstancias de guerras o política acababan enfrentados.
¿De los cien años que aborda, cuáles le han resultado más difíciles de reflejar?
Cada etapa ha tenido sus dificultades. La obra empieza en 2015 cuando recibo una llamada de mi casa, conminándome a volver. A partir de ahí, retrocedo a tres épocas diferentes. Primero a la década de los ochenta del siglo pasado cuando se celebra una boda en la familia. Todo esté acto está recorrido por la violencia, el miedo y el silencio que impregnaban esos años. Luego vamos a 1940, a una romería. Vemos que la misma familia, sus antepasados, vive al comienzo de la posguerra una situación de represión, de ajuste de cuentas, de violencia. Después retrocemos más, a finales del siglo XIX, y comprobamos otra vez que el silencio, la falta de empatía provoca que la familia no resuelva sus problemas, arrastre una culpa que comprendemos en el epílogo final, que ha ido marcando cien años de la historia de esa familia, y de la del País Vasco.
¿Calificaría su obra como autoficción?
Como autoficción familiar. Entendiendo por autoficción que es una ficción que parte de datos biográficos reales, pero que rellena los huecos no con lo que fue, sino con lo que pudo ser. La obra juega con la ambigüedad entre ficción y realidad, y el montaje de su director, Josep Maria Mestres, lo recalca.
¿Cómo ha sido la reacción de su familia?
No ha leído la obra, pero vendrá a verla. Son conscientes de que la he escrito desde el cariño, el respeto y la honestidad. Pero también desde la crítica. No soy condescendiente con nadie, y a quien más fustigo es a mí mismo.
En «Los Gondra»interpreta a su propio personaje…
Cuando escribí la obra, pensé que mi papel lo interpretaría un actor. Pero desde el primer momento su director, Josep Maria Mestres, me planteó que debía interpretarlo yo. Le dije que yo no era actor, pero adujo: «Ya lo sé. Pero no tienes que interpretar. Lo que quiero es que en el escenario cuentes tu verdad con la mayor sinceridad posible, y eso le otorgará un plus de veracidad a la pieza». Me convenció, y ha resultado una experiencia muy enriquecedora. Me he sentido muy cómodo, y he tenido unos compañeros muy generosos. Y, sobre todo, he comprendido de forma cabal algo muy importante, y que a veces los dramaturgos no tenemos tan claro: que el texto escrito es una cosa y puesto en el cuerpo es otra. En otras obras, había colaborado en los ensayos codo con codo con los directores, si así lo permitían, pues creo que el teatro es un trabajo en equipo. Pero era distinto. Ahora, al trabajar desde dentro, he visto que el cuerpo, la voz, tienen sus propias reglas, que no sirve de nada empeñarse en considerar que una frase está perfectamente escrita si por alguna razón no funciona en el cuerpo.
¿La pieza le ha ayudado a comprenderse mejor a sí mismo?
Sí. No es un psicodrama, pero me ha servido para preguntarme por la identidad de ser un Gondra, de ser vasco. He dado muchas vueltas por el mundo, he vivido en el extranjero, pero siento en algún lugar muy profundo de mí que soy el chico que se marchó de Algorta, que vuelvo a los recuerdos, a ese territorio de la infancia y de la adolescencia que es el del escritor. Creo que los escritores no elegimos las historias, sino que estas nos eligen a nosotros. Las mías eligen contar la perplejidad del chico de quince años que vivía en un sitio donde, como dice uno de los personajes, llovía mucho y explotaban bombas, lo cual no ha dejado de marcarme. Y cada vez me doy más cuenta de que al alejarme de mis orígenes pretendiendo ser un hombre desarraigado y cosmopolita más necesito volver a ellos.
«Planteo asuntos dolorosos pero insoslayables. ¿Es posible el perdón? ¿Cuánto olvido exige?»
¿Es decisivo ahora construir el relato de lo sucedido en el País Vasco? ¿Ha leído «Patria», de Aramburu, y «El comensal», de Gabriela Ybarra?
Leí los dos novelas, extraordinarias y conmovedoras, cuando empezaron los ensayos. A Aramburu no le conozco, pero me encantaría. Con Gabriela he hablado y coincidimos en que los historiadores se ocupan de los hechos, pero no de cómo se vivieron, no reflejan los sentimientos, todo aquello que no cabe en la Historia con mayúscula.
¿Los historiadores no plasman la intrahistoria?
En efecto. El concepto del gran pensador que fue Unamuno está en Patria, en El comensal, y en Los Gondra. Precisamente en el prólogo a la edición de mi pieza, Eduardo Pérez-Rasilla se refiere a «Paz en la guerra».
¿Cuál sería el «núcleo duro» de su obra?
Hace años que en «Del otro lado» abordé el asunto del terrorismo, de la violencia, muy presente de una u otra forma en mi producción. Ahora abro el foco y planteo cuestiones dolorosas pero insoslayables. ¿Es posible el perdón? ¿Cuánto olvido exige este? Pienso que aunque hagamos teatro contemporáneo, nuestras raíces están en los clásicos griegos. En «Los Gondra» planea «La Orestiada», de Esquilo, en la que al final se rompe la cadena de la violencia. La conclusión de la obra me supuso muchas noches de insomnio y reescritura. Finalmente, decidí que terminara con una pregunta, que también me costó mucho formular en uno u otro término.
¿El teatro, pues, no debe ser un sermón, no ha de dar respuestas?
En efecto. Lo aprendí ya en los grandes dramaturgos clásicos griegos, a los que me siempre me remito. Te enseñan que el teatro es un agora donde se plantean las preguntas, y donde las respuestas son complejas, nunca unívocas. Están repletas de matices, como los seres humanos. Recordemos que «teatro» procede etimológicamente del término griego que significa lugar para mirar. El teatro nos ayuda a eso, a contemplar, a reflexionar sobre lo que vemos. Pero jamás debe decirnos qué pensar. Las posibles respuestas debe buscarlas el espectador.