Culturas

La cosecha cinematográfica de Mayo del 68

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Ana Karina y Sami Frey en un fotograma de la película «Banda aparte», de Godard

La nueva ola del cine francés, con Jean-Luc Godard a la cabeza, ya estaba amanerada (si no vieja) cuando los estudiantes alzaron la voz y pusieron contra las cuerdas a la gendarmería

Ni en la cima del delirio podemos agitar el pequeño libro rojo maoísta, aunque unos gatos chinos sirvan como decorado para el hit-eurovisivo del «baile de la gallina», ese oxímoron freak de una cantinela israelita contra el bullying. «Padre, ¿no ves que me estoy quemando?», una frase de Freud que escuchamos al comienzo de Histoire(s) du cinema (1989) de Jean-Luc Godard, suena a cuento chino en un momento en el que el melodrama precisa del karaoke. Hace tiempo que confundimos los tatuajes de los dedos del malvado de La noche del cazador: «hate & love» forman parte del código genético del tsunami twittero. Cincuenta años después de aquella promesa utópica de playas bajo los adoquines, lo que tenemos es reality-shows patéticos en allí donde las olas rompen componiendo el escenario anhelado del tour-operator.

La compulsión conmemorativa nos devuelve la «revuelta» que fue fotografiada, la agitación de una generación de cinéfilos, las barricadas que llevaron al atrincheramiento universitario y a la ocupación literalmente teatral. Los maestros existencialistas todavía tenían autoridad moral para agarrar el megáfono, justamente cuando se comprobó que «las estructuras no bajan a la calle». Los maoístas, obsesionados con la interpelación ideológica se hicieron, de mala manera, el harakiri y aquellos directores de cine de la Nouvelle Vague, que según Serge Daney eran «la primera generación de cineastas cinéfilos de la historia del cine», tuvieron un brote de coraje que les llevó a boicotear el festival de Cannes. Godard calificó a sus colegas de gilipollas, preocupados por el esteticismo o el encuadre, cuando las calles estaban en llamas.

Críticos de cine

Conviene recordar que la nueva ola del cine francés ya estaba amanerada cuando no vieja cuando los estudiantes alzaron la voz y pusieron contra las cuerdas a la gendarmería. Los cuatrocientos golpes había triunfado una década antes de que las porras policiales fueran protagonistas de carteles combativos. En cierta medida, la nostalgia de la infancia de Truffaut estaba en las antípodas de la determinación de los sublevados parisinos. Los paladines de la Nouvelle Vague no eran otra cosa que críticos de cine compulsivos. «Todos nos considerábamos en Cahiers como futuros directores -declara Godard-. Frecuentar los cineclubs y la cinemateca era ya pensar cine y pensar en el cine. Escribir era ya hacer cine, pues entre escribir y rodar hay una diferencia cuantitativa y no cualitativa». Estos «citacionistas» pudieron poner en marcha sus proyectos gracias a la política cultural de Malraux, intelectual de la vieja escuela que estaba atrincherado en los días en los que De Gaulle era descalificado como un resto hediondo.

Aquellos críticos que pontificaron en Cahiers du Cinéma supieron modular su «angustia de las influencias» por medio de lo que llamaron «la política de los autores» (cimentada en aquellas entrevistas que, por ejemplo, hicieron Rivette y Truffaut a Jacques Becker en 1954 o el mítico diálogo de Truffaut con Hitchcock, pero también con reivindicaciones como las de Fritz Lang, Howard Hawks o Nicholas Ray), precisamente cuando la década de los sesenta derivaba hacia la «muerte del autor», tematizada en 1967 por Barthes. Godard se debatía entre el soberbio gesto iconoclasta de los jóvenes corriendo por el Louvre en Banda aparte (1964) y la declaración de que lo más extraordinario que puede filmarse es a las personas que leen, a gente leyendo buenos libros.

Aunque tratara de politizar a los Rolling Stones en la película One plus one (1968), lo cierto es que su simpatía por lo diabólico tenía ya los síntomas del postureo «comprometido» que haría estragos en las ceremonias postmodernas. «El tiempo de la acción ha pasado, comienza el de la reflexión», la primera frase de El soldadito (1963), tenía algo de inversión de la necesidad marxista de transformar el mundo cuando la filosofía se ha fosilizado.

En 1968, J. Rivette es entrevistado por Jacques Aumont, Jean-Louis Comolli, Jean Narboni y Sylvie Pierre para Cahiers du Cinéma, revista de la que había sido director. Tras darle vueltas a la película L´amour fou (1968), le preguntan si cree en la posibilidad de «despertar las conciencias» por parte de un cine que tomara como tema ciertos elementos «directamente políticos», a lo que contesta: «Menos y menos cada día que pasa. Creo, por el contrario, que el papel del cine consiste en ser completamente desmitificador, desmoralizador, pesimista». El cine tiene que incomodar y, por tanto, para Rivette las películas confortables son directamente abyectas. Si bien las películas de la «nueva ola» trataron de descomponer las «ideas recibidas» terminaron por ser tediosamente previsibles.

Profecías cumplidas

En torno a su película Viento del Este (1969), advierte Godard que se trataba de interrogarse políticamente sobre las imágenes: «Consistía en no decir más ‘es una imagen justa’, sino ‘es justo una imagen’». En aquel año de las sublevaciones se estrenaron películas que adquieren, medio siglo después, el carácter de profecías autocumplidas: El planeta de los simios (la regresión zoológica de un planeta enfermo), La noche de los muertos vivientes (la zombificación inevitable que no tiene memoria de otra cosa que del tiempo perdido en el supermercado), Teorema (la perversidad instalada en la familiaridad) o 2001: Una odisea del espacio (el viaje desde el minimalismo aborigen al re-nacimiento post-computacional).

Como bien comprendiera Glauber Rocha, la tierra estaba en trance. Serge Daney lanza la hipótesis, en torno a la película de BuñuelSimón del desierto (1965), de que, mientras el estilita hacía el imbécil encima de la columna, el Mal ganaba la guerra. Los bandidos triunfan, diría Badiou, el mismo filósofo que en Film socialismo (2010) de Godard aparece dando una conferencia para nadie en un crucero que «pilotaría» el funesto capitán Schettino unos años después. Tenemos butacas de patio para contemplar el naufragio.

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