Internacional

La América que quiere a Trump

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Bobby May, un seguidor de Donald Trump en Grundy (Virginia) – D. Alandete

En las zonas rurales y mineras el presidente de EE.UU. cuenta con un respaldo que le niega Washington

Sólo 475 kilómetros separan la capital de Estados Unidos del pequeño condado de Buchanan, en el suroeste del estado de Virginia, pero bien podría mediar entre ambos un abismo. Mientras en Washington en las elecciones de 2016Donald Trump obtuvo un magro 4% de los votos, en este enclave minero rozó el 80%. Ambos son las dos caras de un país donde una parte se niega ni siquiera a reconocer la existencia de la otra, una América que se acerca dividida a las elecciones legislativas del 6 de noviembre, en las que los demócratas esperan recuperar una mayoría en la Cámara de Representantes que les permitiría iniciar un proceso de «impeachment» o recusación por, como marca la ley, «traición, soborno o graves delitos y faltas».

El viaje de Washington a las faldas de los Apalaches es un estudio en incomunicación política. A lo largo de la autopista interestatal 81 van quedando atrás los suburbios de una capital marcadamente globalista, que ha decidido vivir ajena al actual inquilino de la Casa Blanca, y los centros de población se van haciendo más escasos, más rurales y más pobres. Hasta llegar al que en los días de apogeo del carbón fue uno de los mayores centros mineros de la costa este del país. Se trata de una región que acusó intensamente las regulaciones medioambientales de Barack Obama, que cuando Trump llegó al poder tenía un desempleo del 12,5% y cuya población ha envejecido y se ha reducido a la mitad, de 40.000 a 20.000 habitantes, en los pasados 40 años.

A los habitantes de Grundy, la principal población del condado, los escándalos de Trump que están en boca de todo el mundo les importan más bien poco. Se toman, es cierto, la molestia de aclarar que no les gusta nada su estilo personal y que ven con malos ojos los excesos de su carácter. «Pero eso es su vida privada», asegura Bobby May, hijo y padre de mineros y que hasta hace unas semanas presidía la oficina regional del Partido Republicano. «Trump ni siquiera era mi primera opción en las primarias, pero cuando al final todo quedó entre él o Hillary Clinton, no dudé. Y he de admitir que ha superado todas mis expectativas», añade. Los logros que citan May y otros vecinos son principalmente económicos, sobre todo la reapertura de cinco explotaciones en la zona y la creación de 5.000 puestos de trabajo en la minería de carbón de EE.UU. en los pasados dos años.

Dirk Hall vive en una finca de 10 hectáreas al lado de las vías por las que unos ennegrecidos vagones siguen transportando el carbón a diario. «Hace tres años, al anochecer, había días en que ni siquiera veías un solo tren. Era muy deprimente. Hoy hay días en que contamos cinco y seis, cargados de carbón hasta los topes. Trump ha ayudado muchísimo a esta comunidad», cuenta. Hall presenta cada mañana un programa de radio en una cadena local en el que mezcla llamadas de vecinos del condado con música country. La totalidad de los mensajes, cuando tratan de política, son para defender a Trump y a los republicanos que le apoyan en Washington.

La fuerza del voto rural

La parte del país que representa este condado, rural y conservadora, pierde población a marchas forzadas. El reparto territorial, sin embargo, les da a estos votantes una fuerza desmedida comparada con la de los habitantes de las grandes metrópolis de ambas costas del país, que favorecen de forma mayoritaria a los demócratas. La prueba es que Trump ganó las elecciones a pesar de obtener casi tres millones de papeletas menos que Clinton.

Los datos económicos son sin duda buenos: el desempleo en agosto cayó al 3,9%- el índice de pobreza ha descendido del 12,7 al 12,3% en apenas dos años- la tasa de inflación se acerca al 2% que se marcó como objetivo la Reserva Federal, y la media de ingresos familiares por año está de nuevo en 61.400 dólares (52.700 euros), nivel previo a la crisis económica que comenzó en 2008. Trump, que tiende a exagerar, proclamó el lunes que «la tasa de crecimiento del PIB (4,2%) es mayor que la de desempleo (3,9%) por primera vez en 100 años». Y aunque sus cifras eran correctas, una situación así, que es sintomática de la robustez de la economía, en realidad se dio por última vez en 2006. Da igual: la gran recesión quedó atrás y Wall Street rebosa de optimismo.

Estos números son indiferentes en Washington, que vive ignorando a Trump activamente. El presidente y su familia son invitados no deseados en una capital que, no sin una buena dosis de ironía, se ha convertido en un centro de resistencia política. A diario hay charlas, coloquios, debates, eventos y protestas pequeñas y grandes en contra del presidente y de lo que representa para las élites liberales: la mayor profanación de la santidad del Despacho Oval desde que Elvis Presley fuera recibido con todos los honores por Richard Nixon en 1970. No es de extrañar que a apenas un kilómetro de la Casa Blanca las cafeterías, salones y terrazas del hotel Trump, abierto en la antigua sede nacional de correos en 2016, languidezcan vacías la mayor parte de los días.

«Somos pocos», admite en una de las barras del hotel Stephanie Jones, una abogada mercantil que en 2016 votó a Trump en el Distrito de Columbia. Aunque lo niegue, en su expresión se nota cierta aprensión cuando se le recuerdan los escándalos de Trump: los comentarios denigrantes sobre las mujeres, los supuestos pagos de campaña a una actriz porno, la sospecha de la injerencia rusa. «Ningún ruso me hizo votar a Trump. Y si hablamos de respeto a las mujeres, entonces comencemos por Bill Clinton», dice. El bufete le va bien, cada vez tiene más clientes y al menos en el sector empresarial nota un optimismo que no se deja ver en público.

Esa reserva es en realidad la razón de la gran sorpresa que dio Trump al ganar en 2016, la razón por la cual las encuestas fallaron de forma tan estrepitosa y por la cual es prudente no dar al actual presidente por amortizado.

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